
Ayer leí un artículo
de Jorge Fernández Díaz en La Razón referido a
San Sebastián de Garabandal (Cantabria) y las supuestas apariciones marianas a
inicios de la década de 1960, que la Iglesia católica no termina de autenticar
como ciertas pero que ha convertido la aldea en un punto de peregrinaje. Pues
bien, me chocó que Fernández la
definiese como “aldehuca” de
Cantabria. He consultado libros de Pereda,
de Concha Espina, de Gutiérrez Calderón e incluso de un famoso abogado y escritor
costumbrista montañés que por razones que desconozco permanece en el más
absoluto olvido, y que a mi entender tiene obras literarias (novela, cuento, teatro,
poesía y artículos) en diversos medios con la Montaña como telón de fondo en
casi todas sus obras. Me refiero a Francisco
Cubría, sobre el que espero contar cosas interesantes. Mi curiosidad me
llevó anoche a consultar todos los diccionarios que tengo en casa, incluso el “Casares” por ver si en alguno de esos
libros de consulta aparecían las palabras
“aldehuca” y “aldeuca”, sabido que en Santander y su provincia, lo que ahora se
llama Comunidad de Cantabria, se utilizan los sufijos “uco” y “uca” en el
lenguaje coloquial, también ocurre en León, del mismo modo que en vascuence
todo termina en “ak”, o en Aragón, en
“ico” o ‘ica”. Al final, después de hacer muchas indagaciones, descubrí que
la RAE no tiene en su Diccionario ninguna de ambas acepciones
montañesas. Pero mis dudas sobre el diminutivo de aldea no se disiparon. De
haber existido una u otra, personalmente hubiese preferido “aldeuca” que “aldehuca”.
Me costa que en español, con muy pocas excepciones, se coloca la letra hache delante de los
diptongos /ua/, /ue/, /ui/, tanto a
principio de palabra como de sílaba. Pero no sé por qué “aldeuca” se me antoja como más entrañable que “aldehuca” . En el “Casares”
pude comprobar que vienen las palabras “aldea”,
”aldehuela”, “aldeorrio”, e
incluso el despectivo “aldeorro”.
Tanto es así que conozco un pueblo llamado Aldehuela
de Liestos (provincia de Zaragoza) en la comarca denominada Campo de
Daroca. Y con ese nombre consta en el “Madoz”
(1845, pp. 514-515). De hecho, existen en España otros 12 municipios con ese
nombre, y uno de ellos con el artículo determinado femenino singular “la”
por delante, como es el caso de La Aldehuela,
que es un despoblado cercano al cerro de San Quílez, en el término municipal de
Balconchán, también en la provincia de Zaragoza, que fue quemado por la burricie durante una
refriega contra los castellanos en la Edad Media. Ya sabe el lector: se puede
decir tierruca, casuca, etc,
pero nunca “aldeuca” ni “aldehuca”, por no existir registro
hasta el momento. Lo mismo que le sucede al famoso “flamenquín”, uno de los platos más típicos de la
gastronomía cordobesa, que se les sigue
atragantando a los académicos de la Lengua que pareciese que carecieran de lengua (ese órgano sexual que utilizaban los antiguos para hablar) y no se entiende que tal indiviso símbolo gastronómico reconocido y admirado en todo el
que lo degusta se les haya atragantado a esos próceres patrios por razones que desconozco. Son muy raritos con todo lo suyo, que resulta que es nuestro. Menéndez Pidal, en
sus ensayos “El dialecto leonés”
(1906) y “Pasiegos y vaqueiros” (1954) analiza algunos fenómenos
característicos de las zonas citadas. Tampoco hay que olvidar a Adriano García-Lomas, principal estudioso del
habla de Cantabria del siglo pasado y autor de "Estudio del dialecto
popular montañés. Fonética, etimologías y glosario de voces" y "El
lenguaje popular de la Cantabria montañesa. Fonética, recopilación de voces,
refranes y modismos" (1949); ni a Ralph Penny, que se interesó más tarde, entre 1970 y 1978, por
la forma de hablar de la Vega del Pas y la zona de Tudanca; ni a Alberto
Castillo Chagartegui, que en el curso académico 2019-2020 hizo un trabajo
de fin de carrera sobre el habla de Santoña, en una investigación
dirigida por la Universidad de Salamanca bajo la tutoría de Rosario Lorente Pinto.