La niña de blanco y rojo, vestida de monaguillo, cabalga sobre una nube de algodón color ceniza. Debajo queda la estampa quieta de niños desnudos pintados de Mediterráneo por Sorolla. A lo lejos, una locomotora silba con aires de cansancio. Es inútil que el tiovivo siga dando vueltas sobre su eje. Los caballitos parecen de fotógrafo de glorieta abandonada. La infancia quedó registrada en una libreta escolar y en un ramillete de fotos sepia y olor a naftalina. Amo los pleonasmos y su innecesaria redundancia. Si, la nieve siempre es blanca y las penas son espesas. De nada sirve beber un trago de anís 'Machaquito' para olvidar algo que siempre se reaviva oliendo un perfume, o descubrir una hoja de tilo liofilizada entre las páginas de un libro desencuadernado por la desidia en los traslados. Yo no sé dónde van las nubes. Se alejan todas las noches y regresan al alba con otros matices. Conocemos la historia que nos han contado en fascículos semanales, o sea, la sexualidad del avestruz, el ensamblaje de una librería, la etiología del catarro común, o la reconversión agrícola en Guatemala. Pero a la niña de blanco y rojo, vestida de monaguillo, esas cosas le traen sin cuidado.
--Oiga, amigo, ¿le importa que moje en su café?
--Hombre, no sé…
Don Venancio Echegaray, cliente diario del ‘Café Praga’ ignora que Navaggiero fuese el que convenciera a Boscán de que incorporase el endecasílabo a la métrica española. Cuando se lo cuento, se encoje de hombros. Tampoco le interesa dónde van las nubes de algodón ni la pata de palo cuando entierran al difunto. Como de costumbre, don Venancio deja un churro metido en el café con leche y abre las páginas de ABC por la sección de obituarios. La mañana transcurre mansa y llena de arcanos herméticos. Nunca se sabe cómo acabará el día.