Desde hace ya tiempo vengo
observando que en mi barrio están desapareciendo los gorriones. Cuando más lo
noto es cada mañana, cuando está a punto de salir el sol. Se han marchado para
no volver. Los gorriones no necesitan hacer las maletas. Un día desaparecen de
nuestro entorno y de nada sirve echarles
en falta. Sucedió lo mismo con los limpiabotas, los charlatanes y los zahoríes
que señalaban con el péndulo dónde había agua. Estamos condenados a estar cada
vez más solos, aunque rodeados de gente sin perspectivas a la vista, es decir,
de unos viejos que abren la prensa diaria por ver las esquelas y de unos jóvenes que la
abren por los anuncios por palabras. La vejez es una tragedia; el paro, una
sinrazón. Decía Antonio Gala que “hay días en que amanecen rotos todos los
juguetes y sellados los libros con cuyo resplandor nos orientábamos en la
oscuridad”. Sí, creo que están desapareciendo los gorriones en mi barrio a la
velocidad de esas pequeñas tiendas que nos sacaban de apuros a la hora de adquirir
un litro de leche o un poco de sal. No sé, tal vez se hayan mudado a un barrio
de pijos para posarse en paseos de tilos o de abedules, o junto a un quiosco de
música que sólo cumple su misión algunos
radiantes domingos de sol, de niños saltarines y de comadres sonrientes y
gordas, hartos de dormir en ramas de descuidados plátanos de sombra que crecen
a su aire, sin que nadie los pode adecuadamente. Algunos entendidos señalan que
los gorriones parece que huyesen de la contaminación electromagnética, que no se ve pero existe y todo lo trastoca. Nos han colonizado
las verdes cotorras argentinas, las grises tórtolas turcas y las urracas, que
siempre vuelan con frac. Pero los gorriones están desapareciendo de las
ciudades y no sabría decirles por qué. Sucede con los gorriones ausentes como
con esos vecinos que un día dejamos de verlos. Nadie nos cuenta qué fue de
ellos. Los conocíamos de vista y formaban parte del patrimonio de la calle.
Como los gorriones ausentes.
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