sábado, 16 de enero de 2010

EL TÍO DE AMÉRICA

Todo el mundo conoce la mojiganga del tío de América y, por lo tanto, no veo la necesidad de tener que contarlo. Sin embargo, tal chuscada viene a cuento con lo acontecido con el legado opulento destinado a los príncipes de Asturias y los ocho nietos del Rey. No detecto indecoroso que un empresario, en este caso Juan Ignacio Balada Llabrés, designe por transmisión su herencia a quien le venga en gana. Sin embargo, me gustaría hacer una puntualización. A mi entender, aún a riesgo de poder estar equivocado, la Familia Real en ningún caso debería aceptar semejante regalía. En primer lugar, Juan Ignacio Balada no se encuentra, que yo sepa, dentro del círculo de los amigos o conocidos del Rey. La regla número uno para el buen gobierno de la dignidad avisa de que de ningún modo se deben admitir dádivas de desconocidos. Pero, además, se da por hecho que si se aceptase ese testamento por parte de algunos miembros de la Casa Real, una legión de ciudadanos malpensados podría interpretarlo como un delito de cohecho con dos vertientes, activa por parte de quien lo recibe y pasiva por parte de quien lo otorga. El cohecho consiste en que una autoridad o funcionario público acepta o solicita una dádiva a cambio de realizar u omitir un acto. No es el caso de los príncipes, cuya integridad y servicio al Estado don manifiestos. Tampoco de los nietos del Rey, que ni detentan autoridad alguna ni son funcionarios, pero ya se sabe la máxima sobre la mujer del César... En España, que es de donde nos referimos, no podemos desconocer que existen precedentes bochornosos. Sólo por citar dos ejemplos, el caso de Alfonso XIII y Palacio de la Magdalena, en Santander, vendido en tiempo relativamente reciente por Juan de Borbón al Ayuntamiento cántabro en una cantidad “sin definir” aunque no precisamente simbólica; y la venta del Palacio de Miramar, en San Sebastián.

Lo reglamentario es que cuando un Jefe del Estado recibe un legado de mucho valor se entregue de inmediato a los dominios de Patrimonio Nacional. Y, si se pretende hacer un caro agasajo a un ministro, o a un alto cargo de la Administración, lo ético consiste en devolverlo de inmediato al remitente. Recuerdo que cuando Juan Carlos I recibió el “donativo” de un nuevo yate, el Fortuna II, por parte de unos empresarios mallorquines, enseguida pasó al inventario de Patrimonio. Ello, sin duda, tiene más ventajas que inconvenientes para la Casa Real. Se utiliza en propio beneficio y los gastos de mantenimiento corren por cuenta del Estado, o sea, del bolsillo del contribuyente. Como pasó en su día con el Azor, la patrullera de la Armada convertida en yate para disfrute de Franco. A mi entender, hubiese hecho bien Juan Ignacio Balada en dedicar su fortuna personal a otro tipo de actuaciones, como la ayuda a África o a Haití, que tanto la necesitan. El hecho de dividir su fortuna en dos mitades: una, para los príncipes y los nietos del Rey; y, otra, para la creación de una fundación que aborde asuntos de interés general, se me antoja paradójico. Todos sabemos cómo funciona el tema de las fundaciones altruistas y por dónde se escapan los caudales aparentemente filantrópicos. De momento, el primero en heredar a Juan Ignacio Balada será el Gobierno balear, que ingresará el 68% del total de esa fortuna al superar los 797.000 euros, según la Ley General Tributaria. Un pellizco nada despreciable.

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