lunes, 1 de septiembre de 2025

Burbuja de irrealidad

 

 

Los españoles, sobre todo en el medio rural, hace tiempo que dejaron de usar boina y de llevar pantalones de pana remendados. Ya no tiene sentido el refrán: “Pantalón de pana y remiendo en el culo…, zamorano, seguro”. Ahora los pantalones ya se compran rotos en la tienda, sobre todo los ‘blue jeans’. Es una moda estúpida, como todas las modas. Aquellos españoles del agro, a los que hago referencia, después de la misa mayor se acercaban a la carretera para ver pasar coches, y por las tardes iban hasta la acequia para cazar topos y hacer merendola. Unos topos muy raros, porque no eran topos sino ratas de agua, de rabo corto. Pero aquella España murió, afortunadamente. Las aldeas se fueron vaciando como el agua por la fregadera y hoy apenas quedan cuatro viejos, los que miraban la carretera de jóvenes, y que se juntan en una solana para contar batallitas o rumiar silencios, si el tiempo lo permite. Aquella España ya no existe, como digo. Ahora vivimos en una democracia sin democracia, pero no nos damos cuenta, como en el franquismo, cuando vivíamos en una monarquía sin monarca. Como señala Miquel Giménez en su artículo “Vivimos en un mundo irreal”, “lo que tenemos en un sistema de partidos que hacen y deshacen a su antojo o al de quienes los financian; en este sistema partitocrático incluso la capacidad de decisión de los políticos es limitadísima, porque saben que su puesto depende no de los votantes sino del aparato. El ciudadano solamente pinta algo cuando deposita su voto en la urna, previamente intoxicado por unos medios serviles al servicio de los mismos intereses que los partidos”. (…) “La masa social, embrutecida por el pan y circo, es acrítica y acéfala, casi tanto como sus dirigentes y cuando alguien dice ‘deberíamos hacer alguna cosa’ en el fondo lo que está reconociendo es la impotencia de poder hacer nada”. Aquellos mozos de las aldeas nunca se preguntaron  adónde se dirigirían aquellos conductores domingueros que pasaba veloces cada cuarto de hora esquivando baches y escuchando música de Perlita de Huelva. Era un misterio insondable para ellos, como la trilogía del misterio de "El Cuarto Mono" de J.D. Barker.  Aquellos utilitarios atravesaban una loma donde desaparecía la visión de infame carretera y se les perdía de vista lentamente, como se pierden de vista los barcos cuando cruzan la raya de horizonte, o el sol cuando en el ocaso pierde refulgencia y desaparece rumbo a  un proceloso mundo de sirenas. Tras el empacho producido por el cura en el sermón dominguero todo parecía posible, incluso que le creciese la pierna amputada y enterrada a un tal Pellicer en Calanda.

 

sábado, 30 de agosto de 2025

Un agosto para olvidar

 

 

Se acaba la cera de la vela de agosto, como todo en este mundo. Pues nada, puente de plata. Hoy se cumple el cuadragésimo aniversario de la muerte de José Cubero, El Yiyo, en la plaza de Colmenar Viejo. En principio no estaba en el cartel pero un parte de baja de Curro Romero  fue el motivo de que su apoderado, Tomás Redondo, tomase la sustitución. Formó terna junto a Antoñete y José Luis Palomar. Estoqueó al sexto toro que le había caído en suerte, Burlero, pero aquel morlaco antes de morir estiró el cuello y le tomó por la espalda produciéndole a El Yiyo una rotura cardíaca que le condujo a una muerte casi instantánea. Más tarde, en su domicilio de Canillas, su cadáver fue amortajado con traje burdeos y azabache y trasladado a la parroquia de Nuestra Señora del Camino, donde quedó instalada la capilla ardiente. Había tomado la alternativa en Burgos el 30 de junio de 1981 de manos de Ángel Teruel, siendo testigo José María Manzanares, que le cedió la muerte del toro Comadrejo, de la ganadería de Joaquín Buendía. Se acaba agosto, se sosiega el furor de los incendios y se abre la puerta grande al nuevo curso político, que barrunto tormentoso como barquilla en un proceloso mar que ruge como un león dentro de su jaula. Y en lo meteorológico volvemos a las dos Españas: un frente atlántico amenaza la parte norte con rayos y centellas mientras la otra mitad se seguirá achicharrando de calor. Muchos turistas veraniegos hacen las maletas, los chavales preparan la mochila del instituto y sus padres, tras las pequeñas vacaciones y con tantas idas y venidas a las librerías, se quedan secos como la mojama. Antes había que subir la empinada cuesta de enero; y ahora, también, la de septiembre, con repechos como los de Los Tornos subiendo desde Lanestosa, patria chica y tierra idolatrada de mi abuelo materno. Por cierto, a esa villa le quisieron cambiar el nombre en 1979, cuando la Real Academia de la Lengua Vasca propuso como topónimo en euskera el nombre de Isasti, que significa retamal. Pero aquella estrafalaria propuesta no tuvo éxito entre los nestosanos. Pues bien, los padres de familia son los nuevos ‘reyes de la cuesta’, como durante nuestra niñez lo fue Federico Martín Bahamontes, apodado  “Águila de Toledo”, el primer español en ganar un Tour de Francia. Se cuenta de él que en 1954 se comió un  helado de vainilla en una de las etapas del ‘Tour’, en la cima del Col de La Romayère, cuando llevaba catorce minutos de ventaja al pelotón. Las crónicas cuentan que “iba escapado con tres corredores más, Leguilly, Lazaride y un belga que tenía un ojo de cristal”. Todo muy surrealista. Mañana san Ramón Nonato, el Ramón de Ramones. Lo recuerdo por si alguien quiere felicitarme. Les deseo un feliz fin de semana.

 

viernes, 29 de agosto de 2025

La casa de Argamasilla

 

 

 

Cuando alguien que vive en la gran urbe visita a un amigo que habita en una aldea perdida puede más tarde en un escrito describir cómo es la casa, si tiene puerta de entrada de dos hojas, si en la cocina se conservan las vigas de madera, si hay cadiera y bancadas, o pértigas para colocar la  comida, si hay  sartenes con trébedes sobre las brasas, etcétera. Es decir, todo aquello que choca de alguna manera con las cocinas actuales, donde no queda sitio ni para colgar una ristra de ajos. Pero es todavía más difícil, si cabe, describir una casa imaginaria en Argamasilla de Alba, como hizo Azorín en un artículo publicado en el diario España en 1903, en la que supuestamente habitó un hidalgo llamado don Alonso Quijano durante el siglo XVI y parte del XVII. Argamasilla de Alba a comienzos del siglo XX tenía una población de 3.400 habitantes (hoy ese municipio del partido judicial de Tomelloso se acerca a los 7.000). Lo que sí es cierto es que en el siglo XIX, el infante carioca Sebastián de Borbón y Braganza, prior de la Orden de San Juan de Jerusalén, compró la casa de Medrano, el caserón en cuya cueva estuvo preso Cervantes por un tiempo y donde pudo haber escrito algunas páginas del “Quijote”. Se pagó por ella 38.798 reales. El infante portugués fue hijo de Pedro Carlos de Borbón  y María Teresa de Braganza, princesa de Beira. Era infante de España y gran prior de la Orden  de San Juan de Jerusalén en los reinos de Castilla y León, bisnieto de Carlos III, sobrino nieto de Carlos IV, sobrino de Fernando VII y primo de Isabel II. Aunque juró fidelidad a la reina se declaró partidario de Carlos María Isidro. Llegó a ser capitán general de los carlistas y planificó la victoriosa batalla de Oriamendi (1837). Más tarde pasó veinte años en Italia hasta ser perdonado por Isabel II en 1859 y serle devueltos todos los honores. Al ser destronada la reina en 1868 Sebastián de Borbón se marchó a vivir a Pau, donde falleció en 1875. Está enterrado en el Panteón de Infantes de El Escorial. Como decía al principio, Azorín describe la casa de Argamasilla de esta manera: “La casa tiene una puerta con sus jambas y un dintel de piedra, una reja salediza, recia, y rematada por una cruz, dos ventanas diminutas bajo el alero”. (…) “Su dueño, D. Alonso es, ante todo, un hombre sentimental, efusivo, imaginativo, de un gran corazón. Pasa sus días modestamente; con él  viven una criada vieja, que lleva en la casa muchos años, y una linda muchacha, una gentil mancheguita -Constancia, Aurelia o Leonor- es hija de la hermana del caballero…”. (…) “Don Alonso madruga mucho; va a dar algunos ratos un paseo  por unos bancales que tiene en las cercanías; a veces, en unión de otros buenos vecinos, sale a correr las liebres con sus galgos y su caballejo trotón”. También Azorín aprovecha para hacer un recorrido por su indumentaria: “D. Alonso viste con esa elegancia sencilla,  sólida, de los señores de pueblo; su sayo es de velarte –paño suave-; el vellorí que gasta para sus gregüescos es ‘de lo más fino’, y sus calzas y sus pantuflas son de velludo”. Y aclara que come poco: “A mediodía, se come uno olla con más de berza que carnero; por las noches se sirve un salpicón; si es viernes se confecciona un potaje de lentejas, y los sábados, indefectiblemente, no faltan en la mesa los duelos y quebrantos”. (…) “Cuando llega el crepúsculo vespertino, el caballero coge el enorme volumen con las dos manos y se pone junto a la ventana, de pie, inmóvil, absorto; y así que la claror va siendo opaca, débil, y las sombras no permiten distinguir los caracteres impresos, don Alonso da una gran voz para que vengan a encender el velón; y luego, puestos los dos codos sobre la dura tabla, prosigue ensimismado en su lectura”. El artículo de Azorín, para mí al menos, no tiene desperdicio. Invito a su lectura. Ricardo Royo Villanova, ilustre médico y terciario franciscano, publicó un trabajo “La locura de don Quijote” (Zaragoza, Imp. E. Casañal, 1905) donde mantuvo que ese magro personaje de novela de caballerías estaba barrenado como una vicuña del Paraguay. Yo creo que no. Para mí fue crítico de la época aunque con una percepción distorsionada en un mundo idealizado por él y alejado de una cruda realidad decepcionante.