El fenómeno caciquil se ilustra perfectamente con la anécdota del cacique de
Motril, en la provincia de Granada. Cuando llegó el resultado de las
elecciones, se lo llevaron al Casino del pueblo. Lo ojeó y, ante los
expectantes correligionarios que lo rodeaban, pronunció las siguientes
palabras: “
Nosotros, los liberales, estábamos convencidos de que ganaríamos
las elecciones. Sin embargo, la voluntad de Dios ha sido otra. Al parecer,
hemos sido nosotros, los conservadores, quienes hemos ganado las elecciones”. Eso viene a cuento con lo referido en el
artículo de hoy de Antonio Burgos en
las páginas de ABC. No era exactamente como él lo cuenta. Eso se decía
de Romero Robledo, cuando “un voto
valía un duro”; y con Natalio Rivas,
con un jamón de Trevélez para el cacique local que influía en el resultado de
la Alpujarra, o al menos eso afirmaba el periodista Gabriel Pozo Felguera. Por otro lado, fue a mediados del
siglo XIX cuando, por medio de la venta de bienes desamortizados, el
clientelismo rural adquirió una dimensión nueva, al afirmarse en el marco de
una economía de mercado. Los caciques, sobre todo en el sector primario, eran
tipos con poder económico que contaban con un séquito de gente que trabajaba para
él, formado por grupos armados capaces de intimidar a sus convecinos
conscientes de que si las cosas no transcurrían según los deseos podían sufrir
daños físicos, o
no volver a ser
contratados como jornaleros en sus fincas. El pucherazo fue otra cosa. Fue un
fraude consistente en manipular los resultados electorales a la hora de hacer
el recuento. Los partidos políticos concebían la política como el ejercicio
exclusivo y por derecho del poder. Uno, el moderado, se veía como el único
defensor de la Monarquía y del orden, por eso abogaba por el monopolio del
gobierno. Otro, el progresista, se presentaba como el verdadero portavoz de la nación,
y por tanto reclamaba también el monopolio del gobierno. El pucherazo, durante
la Restauración, sirvió para pactar los gobiernos mediante el
turnismo. Y para llevar a cabo esa
manipulación, se guardaban papeletas de votación en grandes pucheros, y se
añadían o se sustraían los votos necesarios de esas marmitas a conveniencia del
resultado deseado: ora en beneficio de
Cánovas,
ora en beneficio de
Sagasta. A esa “ayuda”
también colaboraban los
“lázaros”, o
sea, los votos de los fallecidos; y el voto de los
“cuneros”, que se inscribían en esa circunscripción sólo hasta que
pasase el día de las elecciones. Pero Burgos, con su acostumbrada siembra de
cizaña, señala hoy que “en cada uno de los llamados
‘viernes sociales’ del Consejo de Ministros
se repite el viejo rito del
puro y el duro para comprar votantes de peaje”. Y echa a rodar una perla
cultivada: “Dicen que el pasado viernes el Consejo de Ministros adoptó una
serie de medidas sobre empleo público que le supondrán a Sánchez 14 millones de
votos el 28 de abril”. Lo dice, ¿quién? Porque si lo dice el BOE,
Roma locuta est, causa finita est. Ahora
bien, si se lo ha contado un conocido de taberna, o su gato, no le dé mucho
crédito. De cualquiera de las maneras, adoptar medidas sobre el empleo público,
bien sea mediante aumentos salariales al funcionariado, o por dar más oportunidades
a los opositores a la Administración Pública, bienvenidas sean tales medidas.
Al César lo que es del César.
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