domingo, 14 de abril de 2019

A vueltas con las procesiones



A propósito de la chabacanería patente en la Semana Santa sevillana, Ezequiel García se lamenta en El Correo de Andalucía: “Basta ya -escribe- de nazarenos haciéndose selfies, saliendo con más años que un bosque a fumarse un cigarro o tomarse un café en medio de una estación de penitencia; de componentes de bandas que parecen que van en una charanga, de bares que no respetan ni siquiera que una cofradía va a pasar por delante de su bar apenas cinco minutos para apagar la TV, bajar el volumen, mantener el respeto; basta ya de ser cutres, de chabacanería, de no respetar los momentos, como ocurrió el Viernes de Dolores en la basílica del Gran Poder”. (…) “Si vemos a un crucificado, a un Misterio o a un palio pasar por un lugar y ni siquiera respetamos el trabajo de los costaleros, la labor del capataz, todo lo que las hermandades traen detrás de ayuda y obra social y el sacrificio de seguir engrandeciendo el nombre de la Semana Santa en tiempos revueltos, mal asunto”. A mi entender, las procesiones son actos públicos que se celebran en las calles, donde hay ciudadanos piadosos y ciudadanos que sólo desean contemplar una performance. Los costaleros tienen  un gran trabajo por delante cada vez que llevan en alzas peanas muy pesadas y su correspondiente imagen. No sé si cobrarán por ello. Si cobran, es un trabajo más, como puede serlo también transportar un piano por las escaleras a un segundo piso de vecindad. Si no cobran, pues eso, que sarna con gusto no pica. El capataz, por otro lado, da muchas órdenes a los costaleros para que actúen de forma sincronizada, pero no mueven un músculo o una ceja. Cosa diferente es el tema de los bares. No es lo mismo que el santo con la peana desfile delante de un bar de la Sevilla de los de toda la vida a que lo haga cerca de una franquicia, como un Mc Donald’s  o un Dunkin Donuts, donde los disciplinados empleados bastante tienen ya con servir pedidos sin respiro a cambio de un estipendio de miseria. Los sevillanos pretenden recibir turistas, que se traduce en dinero para la ciudad, pero que no molesten. Vamos, como decían las fondonas mujeronas asturianas que mantenían vivos los caseríos mientras sus maridos se buscaban la vida en la diáspora: “Dinero acá, indiano allá”. A los foráneos se les puede pedir que se comporten con un cierto decoro  con las tradiciones arraigadas en aquellos lugares que visitan, pero ello no quiere decir que  los turistas tengan de estar ungidos de un raro fervorín donde viene a resultar que el verdadero protagonista no es el Crucificado sino una Virgen (cualquiera de las que procesionan) llena de perifollos, medallas y fajines, a la que se le lanzan trasnochados requiebros.  Algo que no hay quien lo entienda. Para un inglés, un alemán, un chino, o un sueco, contemplar cómo se cantan lastimosas saetas desde los balcones, o escuchar cómo se interpreta el himno nacional cada vez que peana e imagen salen en andas por la puerta de los templos debe producirles una sensación parecida a la de ver a un chimpancé dirigiendo “Amparito Roca” con la banda de música de la Real Maestranza. Así de simple.

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