A propósito de la chabacanería patente en la Semana
Santa sevillana, Ezequiel García se
lamenta en El Correo de Andalucía: “Basta
ya -escribe- de nazarenos haciéndose selfies, saliendo con más años que un
bosque a fumarse un cigarro o tomarse un café en medio de una estación de
penitencia; de componentes de bandas que parecen que van en una charanga, de
bares que no respetan ni siquiera que una cofradía va a pasar por delante de su
bar apenas cinco minutos para apagar la TV, bajar el volumen, mantener el
respeto; basta ya de ser cutres, de chabacanería, de no respetar los momentos,
como ocurrió el Viernes de Dolores en la basílica del Gran Poder”. (…) “Si
vemos a un crucificado, a un Misterio o a un palio pasar por un lugar y ni
siquiera respetamos el trabajo de los costaleros, la labor del capataz, todo lo
que las hermandades traen detrás de ayuda y obra social y el sacrificio de
seguir engrandeciendo el nombre de la Semana Santa en tiempos revueltos, mal
asunto”. A mi entender, las procesiones son actos públicos que se celebran en
las calles, donde hay ciudadanos piadosos y ciudadanos que sólo desean
contemplar una performance. Los costaleros tienen un gran trabajo por delante cada vez que
llevan en alzas peanas muy pesadas y su correspondiente imagen. No sé si
cobrarán por ello. Si cobran, es un trabajo más, como puede serlo también
transportar un piano por las escaleras a un segundo piso de vecindad. Si no
cobran, pues eso, que sarna con gusto no pica. El capataz, por otro lado, da
muchas órdenes a los costaleros para que actúen de forma sincronizada, pero no
mueven un músculo o una ceja. Cosa diferente es el tema de los bares. No es lo
mismo que el santo con la peana desfile delante de un bar de la Sevilla de los
de toda la vida a que lo haga cerca de una franquicia, como un Mc Donald’s o un Dunkin
Donuts, donde los disciplinados empleados bastante tienen ya con servir
pedidos sin respiro a cambio de un estipendio de miseria. Los sevillanos
pretenden recibir turistas, que se traduce en dinero para la ciudad, pero que
no molesten. Vamos, como decían las fondonas mujeronas asturianas que mantenían
vivos los caseríos mientras sus maridos se buscaban la vida en la diáspora: “Dinero
acá, indiano allá”. A los foráneos se les puede pedir que se comporten con un cierto
decoro con las tradiciones arraigadas en
aquellos lugares que visitan, pero ello no quiere decir que los turistas tengan de estar ungidos de un
raro fervorín donde viene a resultar que el verdadero protagonista no es el Crucificado sino una Virgen (cualquiera
de las que procesionan) llena de perifollos, medallas y fajines, a la que se le
lanzan trasnochados requiebros. Algo que
no hay quien lo entienda. Para un inglés, un alemán, un chino, o un sueco,
contemplar cómo se cantan lastimosas saetas desde los balcones, o escuchar cómo
se interpreta el himno nacional cada vez que peana e imagen salen en andas por
la puerta de los templos debe producirles una sensación parecida a la de ver a
un chimpancé dirigiendo “Amparito Roca”
con la banda de música de la Real Maestranza. Así de simple.
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