Ayer, viernes, la Asociación de Mujeres Picarral-Salvador Allende concedía los Premios Literarios correspondientes a la vigésimo quinta edición. "Christianne" se llevó el máximo galardón. "Sed" y "Ausencias", respectivamente, fueron los otros dos merecidos galardones. Leyendo días pasados el relato que a mí me tocó en suerte presentar, el primero de ellos, y posiblemente por asociación de ideas, me vinieron a la memoria tres autores geniales: Lope de Vega, Hemingway y Augusto Ferrán.
Lope de Vega, autor de más de mil comedias divertidas, tiene, además, unos versos sencillos en su composición, aunque íntimos, que tituló "Pobre barquilla mía", donde la barquilla en cuestión no era cosa distinta a simple metáfora formal en referencia a su tremenda situación de soledad espiritual. Dice la primera estrofa: "¡Pobre barquilla mía,/entre peñascos rota,/sin velas desvelada,/y entre las olas sola!/".
Contaba Amando de Miguel en una espléndida Tercera de ABC que existen tres clases de soledades: la elegida, la transitoria y la inevitable. Y que, de todas ellas, la última era la peor, la que no tiene arreglo, la que se adueña de los locos y de los viejos. También de los perros abandonados en la carretera.
Algo parecido le sucede a Santiago, ese viejo marinero de "El viejo y el mar", en la novelilla que Hemingway publicó en 1952. Un pescador que, tras 84 días sin tomar presa, captura un enorme pez espada. Después de atraparlo con gran fatiga, lo amarra fuertemente a uno de los costados de la pequella embarcación. De regreso a puerto, Santiago habrá de luchar a brazo partido, con la única ayuda de los remos, contra voraces tiburones que intentan dar dentelladas a la pitanza. Pero al llegar a su destino, casi de noche, con las primeras luces pintando en amarillo el Malecón de La Habana vieja, el pescador percibe con estupor que al teleóstomo apenas le queda la raspa.
En el relato que ayer tuve el honor de presentar, por encima del argumento en sí, me quedé en el "cómo" se transmitía al lector. "Chistianne sabía que ese día podía ser el de su último viaje". Así comenzaba el relato, con una mujer como protagonista, dispuesta a permanecer varios días en el océano, en principio sobre una patera y posteriormente agarrada a un tablón de su armadura. Chistianne transmite al lector la esperanza de sobrevivir, que constituye el eje central del cuento.
A mi entender, morir en la mar y ser escupido en la playa por el oleaje libre de resaca produce la misma grima que observar al casi transparente Paquito Sisamón, ese niño engurrumido y de tosecilla acompasada al que la niñera le llevaba todas las tardes al andén de la estación para que respirase humo de tren de cara al viento.
No quiero echar en olvido al tercero de los tres autores enumerados al principio de este blog. Augusto Ferrán escribió lo siguiente: Pasé por un bosque y dije:/"Aquí está la soledad..."/ y el eco me respondió/ con voz muy ronca: "aquí está"./ Y me respondió "aquí está"./ Y sentí como un temblor,/ al ver que la voz salía/ de mi propio corazón./
Esto de los relatos, como hacer ganchillo o embutir mondongo en la tripa, es cuestión de ponerse a escribir una tediosa tarde de domingo despues de haber tomado varias copitas de ojén. Lo malo es cuando, al pretender hacerlo bien para ganar el premio, nos ahogamos en el desbarajuste.
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