Las heridas, las viejas y maceradas heridas de nuestros pueblos aragoneses están abiertas como siempre lo estuvieron. Cualquier anciano reloj de torre parroquial estirada y fálica, muchas de ellas con huellas moriscas, parece como si se hubiesen detenido en frías atardecidas, en lugares llenos de abandono habitados por ancianos con más pena que gloria, donde el ladrido seco de los perros resuena en la nava como el cerrojo de un fusil, sin perspectivas, sin esperanza. Recuerdos borrosos de planes de desarrollo a medio terminar, con estelas fantasmagóricas de tecnócratas de cuello blanco emborrachados de poder y convencidos de que todo quedaba bien atado en la figura del Príncipe de España, con la pana cambiada por el mono, el neón por la luna y la boina por el casco protector.
Ahora, años después, se habla de crisis, de que el Estado entra en recesión económica. Las siglas "ERE" se han colado por ósmosis en todas la empresas y en todas las familias. La muerte, de venir, lo hará en un pasillo de hospital ante la indiferencia de todos. Cuando el mundo se revuelve, los hombres pueden fenecer de pena a manos de los títeres. De poco sirven los recuerdos de juventud cuando las cosas pintan mal. Y España pinta mal, por mucho que nos empeñemos en comer las uvas de Vinalopó frente al televisor a las doce de la noche. Nos movemos entre la memoria atormentada y el futuro incierto. Y la noche morada cerrando el enredo. Lo nuestro, de novela de Zola, ya no lo arreglan ni las Siervas de Jesús ni los efluvios de ojén. Pero esta noche es Nochevieja y deberemos quitarle amargor a la vida. Soplaremos el matasuegras y bailaremos el mambo al son de la orquestina con la negrita rumbita, rumba, mumba, lumumba, ¡toma ya!, pocas horas antes de que Luis María Anson no deje piedra sobre piedra en la amanecida de los quioscos con un artículo lapidario.
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