La niña de azul y blanco, vestida de novicia, cabalga sobre una nube de algodón. Debajo queda la estampa quieta de niños desnudos pintados por Sorolla. A lo lejos, un tren muy oscuro silba aires de silencio. Es inútil, pequeña, que el tiovivo siga dando vueltas sobre su eje. Los caballos parecen de fotógrafo de glorieta abandonada. Como de la glorieta de Las Glorias, en la Barcelona es bona de finales de los sesenta, en la que todos hablaban más en andaluz que en otra lengua. Aquella era una salida de metro en medio de la nada, cerca de las vías del ferrocarril. La infancia quedó registrada en la estúpida libreta escolar junto a un ramillete amargo de fotos amarillas. Amo los pleonasmos con su carga furtiva de innecesarias redundancias. Sí, la nieve siempre es blanca y las penas son espesas. De nada sirve beber el Calisay, de las Destilerías Mol Fulleda de Arenys de Mar, para olvidar algo que siempre se reaviva cuando nos llegan aromas de perfumes orientales, o descubrimos una flor liofilizada dentro de las páginas de un libro desencuadernado más por los traslados que por su lectura. Yo sé adonde van las nubes, mi niña. Es fácil entenderlo. Verás, escucha, las nubes se alejan todas las noches para regresar a la mañana siguiente con otros matices. Hace cincuenta años de casi todo y me he convertido en orador de cafetín-concierto. Conozco los dos primeros fascículos de la historia interminable y, no sé, pero cuando me encuentro con alguien con capacidad bastante para escuchar, le suelto un párrafo interminable. Entre canción y canción de la animadora, o del vocalista con cara de sapo, soy capaz de explicar la reconversión agrícola en Guatemala, que es tema aburrido de cojones. Pero a la niña de azul y blanco esas cosas le traen al pairo. Ella cabalga sobre una nube de algodón, lejos de las catacumbas del viejo cafetín de olor rancio y luz tenue, casi de velatorio pueblerino.
--Oiga, amigo,¿le importa que moje la torrija en su café?
--Hombre, si ese es su deseo...
Don Gumersindo Pitarque Bonafonte ignora que Navaggiero fuese quién convenciera a Boscán de que incorporara el endecasílabo a la métrica española. Yo me limitaba a explicárselo cuando Sarajov, disfrazado de lanzadora de peso olímpico, huyó de Rusia aprovechando que el Papa de Roma era secuestrado por un comando de narcotraficantes de Zaragoza; y la flota japonesa, disfrazada de pesqueros atuneros, ponía cerco a Canarias, según había escuchado contar a Vázquez-Montalbán. Pero a don Gumersindo Pitarque Bonafonte tal asunto no le interesaba nada. Tampoco le seducía la idea de adonde iban las nubes, si los caballitos eran de cartón-piedra, o si el Calisay era auténtico, que ya no es ni parecido, desde que lo adquiriese Gozález-Byas le cambiasen su lugar de fabricación. El Calisay, como el vino peleón de Cariñena, siempre se da la vuelta cuando cruza Despeñaperros. Me lo recordaba siempre Del Forno, receptor de lujo, en el sevillano Bar Pinto, en La Campana. El Calisay, digo, sabe ahora de otra manera, es más claro y ni siquiera consigue disipar el espectro de la impotencia, como sucedía con el ojén de Rute, según Cela. Nostalgia del tiempo de las cartillas de racionamiento, que suprimió el ministro Arburúa en 1953, creyendo que nos hacía un favor. Aquellos ministros de pacotilla siempre creyeron hambrientos a quiénes no comprendían. Eran como el eco de nuestras quejas
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