Me encanta el tranvía y ese
deleite me embarga desde la niñez, cuando por algún motivo mis padres me traían
a Zaragoza. Había uno de ellos que partía de la Plaza de la Seo y terminaba en la Academia General
Militar. En su trayecto por la antigua carretera de Huesca, en el Arrabal
zaragozano, el tranvía de vía única debía hacer ciertas paradas de espera al
otro que venía en dirección contraria. Para ello, se disponía unos carriles
suplementarios en los se apartaba uno de ellos hasta que pasase el que iba en
dirección contraria. Era unos viejos armatostes conducidos por un señor de
traje de pana y gorra de visera que conducía de pié y movía parsimoniosamente
una especie de manivela de un lado para el otro. Ante el peligro, hacía sonar
una campañilla. Su pareja, el cobrador, permanecía sentado en un lateral cerca
de la puerta trasera y, si era menester, salía del vagón para echar unas paladas
de tierra sobre los raíles cuando las ruedas patinaban por el hielo, o a
colocar el trole sobre la catenaria cuando se salía. Los tranvías eléctricos
nacieron en Zaragoza durante las Fiestas del Pilar de 1902 y las ancianas
jardineras de trasporte animal sirvieron desde entonces de remolque a los
coches eléctricos. Años más tarde, a finales de los 60, en Barcelona tomaba
todos los días el tranvía número 56,
“Roger-Sants”, para ir al trabajo. Éstos eran más modernos que los existentes
en Zaragoza y el conductor iba sentado y accionaba unos pedales. Sin embargo,
por aquellos años, todavía quedaba uno de ellos muy antiguo y de color
amarillo, el que circulaba entre La
Verneda y el Zoo del Parque de la Ciudadela. Aquella
Verneda de Sant Martí seguía todavía como a principios del siglo XX, cuando sus
casitas bajas con jardín eran trasladadas a los lienzos por los componentes de
“la colla del Safrá”. Mas tarde descubriría los tranvías de Lisboa, que trepan
por las cuestas como lagartijas. Y ahora, con ocasión de una visita a Parla
para hacer unos mandados, he podido subirme a unos tranvías verdes y pasear en
ellos por unos descampados. En el tranvía, como en el agua, reside toda la
melancolía.
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