El mismo año en que debutara Carmen García, la Trianera, en el Café
Filarmónico de Sevilla, nació en Valtorres –diócesis de Tarazona- don Gustavo Puchades y Suero de Quiñones.
A don Gustavo se le debe, entre otros inventos que ahora no hacen al caso, el
labrado de vidrio merced al ácido fluorídrico. Don Gustavo acostumbraba a
atender con una exquisita corrección a todos aquellos que acudían a él para
hablar sobre su arte. Aquellas buenas gentes sólo conocían el noble arte de
labrar la tierra y, por tanto, las facultades del ilustre hijo del pueblo para
labrar el cristal les producía a todos ellos una mezcla de orgullo y espanto.
En cierta ocasión, a requerimiento del cura ecónomo don Froilán, don Gustavo se ofreció desinteresadamente a explicar a
vecinos y feligreses su método utilizado. Aprovechando la concurrencia a unos
ejercicios prematrimoniales, comenzó su exhorto, pese al interés mostrado por
tan ilustre profesor, no llegaron a alcanzar los conocimientos necesarios.
--En cámaras de mucha ventilación
y, mejor aún, en vitrinas con chimenea de buen tiro, para precaverse de la
acción deletérea de los vapores operantes…
Justo será decir que en tiempos
de don Práxedes Mateo Sagasta, en
las escuelas públicas se enseñaba poco de casi todo y, en consecuencia,
aquellas parejas de enamorados terminaron confundiendo los vapores operantes
con las trompas de Falopio.
Don Froilán, para no perder el
tiempo, rogó al sabio que labrase unos versos de su magín en el vidrio de la
lamparilla de la parroquia. Don Gustavo, honrado por esa invitación, se decidió
por alejandrinos monorrimos en el uso de agua, fluoruro cálcico, ácido
clorhídrico y sulfato sódico en tan importante menester. Así, hizo una
plantilla con unos versos titulados “Señor, ven por estos andurriales”, los
barnizó con esencia de trementina y los embadurnó con betún judaico y almáciga.
Pero a don Froilán no le agradó que se utilizase el betún judaico y le recordó
a don Gustavo que los judíos mataron a Dios y eso no tenía perdón. Pese a tal
circunstancia, al ser necesaria su utilización, don Froilán tuvo que dar su
consentimiento a regañadientes. Alfonso
XIII tenía trece años y el ferrocarril MZA pasaba echando humo y carbonilla
por la vega del Jalón desde hacía treinta. Era una época de adelantos que a
nadie molestaba.
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