lunes, 26 de septiembre de 2011

El coche


A Julio Camba le parecía bien que en Madrid los muertos fuesen al cementerio en coche. ¡Hombre, qué menos! Por lo que a mí respecta, contaba mi madre que a los cinco días de nacer me llevaron a cristianar a la parroquia que distaba un kilómetro de casa, en un “Ford” movido por gasógeno que nos había prestado para el acontecimiento la fábrica en la que trabajaba mi padre. El gerente era un hombre muy comprensivo. Hoy la gente suele ir en auto propio a todos los sitios y nadie se rasga las vestiduras. El uso del automóvil se ha convertido, no sé si por desgracia para todos, en una especie de necesario cachivache con ruedas para imposibilitados, como aquella silla de cadena y manubrios con la que soñó Pepe Isbert para poder estar a la altura de los cofradillos de recorridos mañaneros, sólo que ahora es más amplio, con luces, intermitentes y marcha atrás. Nadie desea ser peatón ni gastar suela por mucho que suba el precio de la gasolina. Aquel que no disponga de coche, como es mi caso, está copado, o sea, no está bien visto por la comunidad de vecinos. De nada vale que intentes justificarte, explicando que dispones de la tarjeta de autobús gratuita, esa que conceden los ayuntamientos a los ciudadanos con irrisorios recursos por el hecho de ser pensionista, para moverte por la ciudad; o que hayas conseguido por 5’05 euros la “tarjeta dorada” de Renfe, donde te ahorras el 40 por ciento del billete de lunes a jueves, por el insólito mérito de ser sexagenario. Nada, no sirve. Si no dispones de utilitario, eres un paria y un excluido social. Hasta el portero de la finca deja de abrirte la puerta e intenta hacerse el despistado para no saludarte cuando sales de casa a comprar el pan. Ser peatón es como ser ignominioso. No tienes exoneración posible. Pero el día que hincas el pico, la cosa cambia. Cuando los vecinos comprueban que llegas en furgón negro al tanatorio, todo se torna en parabienes hacia la nueva viuda. A partir de ese día, la familia del difunto volverá a estar considerada como gente de fuste cuando sea saludada a la salida de la iglesia tras las rigurosas exequias.

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