domingo, 19 de septiembre de 2010
Apeados del aura
Hoy debería haber escrito sobre José Antonio Labordeta, mi paisano muerto de madrugada. Pero prefiero que lo hagan otros que le conocieron más de cerca y que, sin duda, lo harán con más acierto. Descanse en paz este hombre bueno. Estoy de acuerdo con Manuel Vicent cuando afirma hoy en las páginas de El País que “hubo un tiempo en que los libros de marxismo con todas sus variantes ocupaban la parte principal de la mesa de novedades. Alrededor de ella merodeaban jóvenes con trenca y capucha, morral de lona y patillas hasta media mejilla. Esos libros proponían una solución total a los problemas de la historia. Nada tenían que ver con los traumas personales que esos jóvenes llevaban a rastras. En vista del fracaso del marxismo, (…) la parte principal de la mesa de novedades fue derivando hacia el esoterismo. La ideología como solución planetaria fue sustituida por la astrología y los tarots, por viajes a Ganímedes y otros ritos tántricos para verse el aura”. Mi observación personal en calidad de sosegado peatón me permite ver hoy a otros chicos parecidos, vestidos de gris y negro, con botas raídas y un pequeño bolso en bandolera donde les cabe todo: un libro de bolsillo prestado la biblioteca de su barrio; un sobre de plástico con tabaco de liar; varios bolígrafos de propaganda; un bono de autobús a punto de caducar; un pequeño monedero de piel muy sobado; unas gafas de sol baratas; varios currículos dentro de un sobre; etcétera. Suelen ser poco habladores y siempre se colocan en los últimos asientos del autobús, donde permanecen con la mirada dispersa en el cristal de la ventanilla. Ya pasaron por la Universidad y siguen buscando trabajo. Se apean en un barrio que no es el suyo y colocan unos papelitos en las farolas donde ofrecen clases particulares por un módico precio. Si llueve, se tapan con una capucha, si escampa, se sientan en un banco público, o montan en bicicleta tratando de esquivar coches caros rellenos de horteras provincianos. Se murió el marxismo y leer esoterismo sólo apetece a altas horas de la madrugada. Mirarse al espejo produce espanto. Mejor dejar pasar la vida, liar un cigarrillo y clavar la mirada por la ventana de una alcoba llena de objetos inservibles y discos de rap hasta que el sueño lo enmarañe todo sobre la acera de enfrente, con el semáforo intermitente y un esplín de la noche morada que sirve de cobijo provisional al crápula sin viento favorable ceñido en el capuz de su merengue.
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