lunes, 20 de junio de 2011
El imparable avance de los bichos
¿Recuerdan aquella canción del verano cantada por The Doors, “No me moleste un mosquito, why dont you go home”? Pues nada, resulta que el mosquito tigre avanza imparable por el eje del Ebro y la mosca negra intenta colonizar Zaragoza. Si a eso añadimos que al mejillón cebra no hay quien lo frene por las cañerías, se nos presenta un veranito como para no salir de casa ni para comprar el pan. La prensa aragonesa comenta que "todo apunta a que avanzará hacia Aragón, aprovechando la vegetación frondosa del Ebro", tal y como ha reconocido Javier Lucientes, profesor de Patología Animal de la Facultad de Veterinaria. En el Madrid de la posguerra hubo que luchar contra el “piojo verde”, que no era ese puñetero insecto neóptero sin alas que incluye a unas 3.250 especies, sino el tan temido tifus exantemático, que se extendió como la pólvora por escuelas, cárceles y chabolas, obligando a hacer redadas de mendigos para afeitarles la cabeza sin distinción de género para, después, meterles entre sus harapos bolitas de alcanfor, que era a lo que olían las sacristías, los capelos cardenalicios, los fajines de los generales y el traje de los domingos que sólo se usaba para asistir a los partidos de fútbol, las bodas y, cada vez que las circunstancias lo exigían, a tener que cumplir con ese rito tan democrático de ponerse a una cola interminable frente a una siniestra ventanilla con portezuela de cristal, para que el funcionario de turno y de aspecto avinagrado, o sea, luciendo esa tez que denotaba no saber dar en el chiste con la palabra de cinco letras imprescindible para resolver el crucigrama del “7 Fechas”. Con traje gris, de príncipe de Gales, o de pata de gallo, era más fácil que admitiera, después de los acostumbrados cuatro intentos fallidos, la necesaria instancia para la cosa más nimia. Personalmente odiaba las ventanillas de la misma manera que aborrecía las preguntas de la portera, o la halitosis de aquel confesor que decía tener capacidad bastante para perdonar todos pecados, salvo los que requerían el auxilio del Penitencial, que tenía confesionario señalado en todas las catedrales. El mosquito tigre, la mosca negra y el mejillón cebra de hoy los sufriremos con la misma paciencia que las calamidades que atenazaban a los españoles de hace setenta años, cuando abundaba la sarna, la tiña y la piodermitis. No cabe duda, groserías aparte, de que cada agujero tiene su tapón. La tos y los catarros de los años 40 podían ser combatidos con “pastillas Richelet”, que costaban 90 céntimos; la sarna y enfermedades de la piel remitían con el “antisárnico Martí”, o con “Sarnical”, de olor agradable; los que sufrían molestias estomacales podían tomar dos o tres tabletas de “Magnesia Bisurada”; y para aquellos que se encontraban con “estados débiles orgánicos” nada como el sanatorio Villa Concepción, en la Ciudad Universitaria, cuya pensión mínima valía 20 pesetas diarias. Aunque lo más milagroso, sin duda, fueron los cociditos madrileños, como el de Quintero, León y Quiroga que repicaba en la buhardilla y en la voz del inolvidable Pepe Blanco.
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