lunes, 18 de julio de 2011

18 de julio


Que yo recuerde, el festivo 18 de Julio, de descanso obligatorio y “no recuperable” durante los casi cuarenta años que duró el franquismo, era el único día de año que no entraba dentro de las catalogadas por la Iglesia Católica como fiestas de precepto, o sea, en el que no existía “obligación” de oír misa. Por aquellos años, las misas sólo se oían. El único que contestaba al cura oficiante, siempre dando la espalda, era el monaguillo y lo hacía de carrerilla y sin saber lo que contestaba. Por ejemplo, el cura decía: “Et introibo ad altare Dei”, y el monaguillo, como quien se arregla el tupé frente al espejo, contestaba: “Ad Deum qui laetificat juventutem meam”. Y los asistentes oyentes ni se inmutaban. Daban por hecho que aquel lenguaje, para ellos misterioso, no lo entendía ni Dios. Los asistentes a tales ceremonias de rito católico no podían leer pasajes bíblicos ni recibir la hostia en la mano. Sólo, si acaso, los fieles señalaban el “agnus Dei” a golpes de pecho y nunca despreciaban echarse a los adentros una profunda inhalación, que “colocaba” lo suyo, de espesas nubes de incienso, que galopaban hasta perder de vista las lámparas y las pechinas del templo. Aquellos 18 de Julio de mi infancia notaba más alegría en casa. Mi padre había cobrado la “paga extraordinaria” y ello conllevaba mejor propina para poder al cine si la película era tolerada, o comprar petardos para asustar a los pollos del corral. Los chavales de entonces no disponíamos de juguetes a pilas, esos cacharros que tantas frustraciones originaron años después en los niños pudientes cuando éstas se agotaban. Los niños de posguerra pasábamos más tiempo en la calle que en casa. Para nosotros, Franco había existido desde la época de los dinosaurios y era un tipo de baja estatura y lleno de fajines y medallas, que en el No-Do inauguraba pantanos y que entraba en las iglesias bajo palio para escuchar aquello de “et introibo…”, etcétera, en lugar preferente.

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