Mi etapa sevillana duró poco. Don Ruperto Farina era un buen hombre. Me trataba con afecto y paternalismo. Me contó que su empresa ‘Sirocco’ ya tenía más de cincuenta años de vida. Desde su inicio, en abril de 1925, había cambiado tantas veces de nombre como de dueños, es decir, tres. Siempre en el mismo lugar, en la calle Trajano. Primero fue de un tal Gerardo Peñascal y entonces se llamaba ‘Concertino’. A Gerardo Peñascal le sacaron una noche, en septiembre de 1936, de su casa en pijama por orden directa de Queipo de Llano y le dieron el “paseo” cerca de Tocina, camino de Córdoba. ‘Concertino’ fue precintado hasta bien entrado 1942. Durante un par de meses el local sirvió como almacén de neumáticos de vehículos incautados por los fascistas. Luego se hizo cargo la Empresa Gómez, que entonces tenía varios cines en Sevilla. Se llamó ‘El pato azul’. Don Ruperto Farina, a quien todos llamaban Rupertón por su gran corpulencia, además de ser cliente distinguido en ‘Los Corales’ de la calle Sierpes, se cuidaba de tareas similares a las que después tendría yo por delegación suya. Durante la post-guerra hizo bastantes cuartos con el estraperlo de aceite, que le vinieron de perlas para comprar ‘El pato azul’ el día que un tal Juan Gutiérrez Valera, de Brenes, se lo traspasó en cincuenta mil duros contantes y sonantes. Decía que no era rentable tenerlo abierto. Pero aquel negocio era magnífico. Lo que sucedió fue que a la ‘Empresa Gómez’, donde Gutiérrez era apoderado, le llegó un rosario de multas gubernativas por cuestiones de censura y se quedó sin liquidez. ‘Concertino’ y ‘El pato azul’ fueron retratados en un libro por Álvaro Retana, que tan bien dominó el muy difícil arte de componer cuplés. A los cretinos de la censura no les hizo ni pizca de gracia que Aurorita Imperio apareciese cantando en el escenario, cubriéndose tan solo con una braguita de abalorios y una larga melena con la que tapaba y destapaba unos pechos pequeños y apretados que, dicho sea de paso, arrebataban como cuentan que arrebata el perfume del espliego, al tiempo que una respetable clientela, fumaba, bebía cerveza de barril o moriles y le lanzaba groserías y piropos de libro. Aurorita Imperio se casó con un terrateniente de Lebrija, rebobinado y cursi, que siempre iba a hacer trámites a las casas de banca de la calle Feria y a La Encarnación, montado en el sidecar de una “Lambretta” que conducía un chofer uniformado de añil y gorra de visera. A Aurorita Imperio, que en realidad se llamaba Adelia Palomeque García, la conquistó el terrateniente y bodeguero Lucio Picapeo Baldoquín, en uno de los descansos de las artistas y tras el escalofrío que le produjo a ella un beso de deseo en la base del cuello. También la retiró de los escenarios y se la llevó a su cortijo para que viviera como una maharaní en un alcázar de ensueño.
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