Las habitaciones de su casa las alquilaba por horas a parejas. Cuando tenía alguna habitación ocupada, Terencio seguía a Faustiña con maliciosa sonrisa hasta una alcoba que ella denominaba como cuarto de costura. No hacían ruido. Allí, Terencio esperaba paciente a que Faustiña corriera con el pie una escupidera y moviera un cuadro, que era una lámina enmarcada sacada de un calendario de “Unión Española de Explosivos” y que dejaba al aire un cristal de espejo. Su compañero Teopompo, esperando su turno, mientras la pareja le daba gusto al cuerpo. Había de todo, casadas insatisfechas, viajantes de comercio al detall, separadas y lesbianas, dicho sea sin ánimo de ofender. Alguna de aquellas mujeres trabajaba por oficio y con gran profesionalidad al vaivén del fox-trot que marcaba quien pagaba con machacantes al contado y de una sola vez. Sabido era de forma tácita que una buena jaca sureña tenía obligación de saber cómo menearse para encoñar al portugués, o al de Cuenca, o a un abate tonsurado, que de todo había, que la vida andaba achuchada, el dinero republicano casi no tenía valor y el cliente era el que exponía sus deseos con los calzoncillos arriados a media asta y los adoquines del Banco de España ondeando al pairo. Terminada cada sesión de triqui-traque, unos antes y otros después, que las prisas sólo conducen al gatillazo, Faustiña cobraba el servicio y le prestaba al cliente el cuarto de baño por cinco minutos, que un exceso de higiene tampoco era bueno para la piel, según entendía Faustiña, y entendía bien. Otros días, cuando no había clientela a la vista, le servía a Terencio una copita de “Machaquito” y le hablaba largo rato de política, de la guerra civil y de los bombardeos vividos por ella en Madrid, en la calle Monteleón. También le contaba lo indigestas que eran aquellas lentejas, o “píldoras del doctor Negrín”, y el cocidito inglés, un cocido madrileño al que le faltaban todos los ingredientes menos los garbanzos mejicanos, más duros que las piedras del Guadalquivir. Cuando la tarde se sosegaba, Terencio bajaba las escaleras oscuras, salía a la calle y marchaba silente encendiendo un cigarrillo de “bisonte” hasta la boca del metro de la ‘Glorieta de Bilbao’, que le conducía hasta ‘Puente de Vallecas’ donde él malvivía a pupilaje.
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