martes, 24 de noviembre de 2020

El bálsamo

 

Con el coronavirus la tragedia ha entrado en muchas casas. Y el Gobierno se pasa el día dando palos de ciego. Como en la canción de Gato Pérez, “sabe de aquí, sabe de allá, el sabio no sabe ná”. Simón dice una cosa y la contraria; así no se equivoca. Los que ya tenemos una edad recordamos aquellas bolitas de naftalina que recomendaba el ministro Sancho Rof llevar en el bolsillo de la americana, la abstinencia de comer fresas y de beber gaseosa. Era la negra primavera de 1981. Había miradas desconfiadas hacia pajarillos y animales domésticos como ahora las hay hacia los visones. Acababa de aparecer lo que inicialmente se llamó “enfermedad del legionario” y a los habitantes de los pueblos afectados, casi todos de León y Valladolid, les entró la “psicosis del leproso”. Pero aquel inepto ministro insistía en que la culpa de aquella rara enfermedad era de un micro plasma “que, si se caía de una silla, se mataba”. Con el tiempo se supo que aquel síndrome era debido al consumo de unas garrafas de aceite de colza desnaturalizado. Por aquellos años existía, que todo sea dicho, una clara falta de legislación en política de Grasas que aquel Gobierno de impresentables nunca quiso reconocer. Años más tarde sucedió otra alarma y no pasaba día sin que el profesor Badiola nos informase sobre los priones y la encefalopatía espongiforme bovina (una variante de la enfermedad de Creutzfeldt-Jackob) que afectaba al cerebro y al sistema nervioso, formando una infinidad de pequeños agujeros cerebrales que le conferían el aspecto de esponja. Aquella enfermedad, como recordaba Ana Santiago en El Norte de Castilla (20/12/2015) “sacudió los mercados, llenó de temores las mesas de los consumidores, provocó una enorme depresión en el sector ganadero y una gran revolución en la legislación y en los controles de sanidad animal”. (…) España registró cinco casos. Tres de ellos fueron de Castilla y León, una mujer de Salamanca y una madre y su hijo de la localidad leonesa de Villoria de Órbigo, la única agrupación familiar y todos se concentraron entre 2005 y 2008. Siete años después no hay ningún nuevo caso notificado. Los casos de enfermedad y muerte consecuentes de la Covid-19 son distintos. La cifra de fallecidos sobrepasa los 43.000 y los infectados pasan de 1,5 millones, según datos oficiales. A día de hoy, tanto España como el resto del mundo,  confían  en el “milagro” de una vacuna que aplane definitivamente la curva en tobogán de la pandemia. Pero los españoles, más atentos a los fastos navideños que a la eficacia de una vacuna que está por llegar y sobre la que se desconocen sus efectos, se reunirán en familia, saldrán a las calles ante el reclamo de las iluminaciones, visitarán las grandes superficies en busca de regalos y brindarán con cava o con aguarás, que da lo mismo, como si aquí no pasara nada. El ciudadano español cree estar abrigado en la retaguardia de la batalla de Dunkerque como en aquel Madrid de mediados de los treinta, convencido de que con un golpe de hisopo clerical los demonios no asoman a la superficie. Pobres ilusos aquellos que confíen en que la vacuna será el bálsamo de Fierabrás, mezcla de aceite, vino, sal y romero según la panacea cervantina, que había que hervir y ser bendecida con ochenta padrenuestros, ochenta avemarías, ochenta salves y ochenta credos. Al menos, según afirmaba Sancho, aquella pócima tenía efectos laxantes, que no es poco. Pero los resultados beneficiosos de la vacuna prometida no están suficientemente demostrados todavía, al menos que a mí me conste, ni tan siquiera contra el estreñimiento.

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