Hace ya muchos años, cuando los trenes TAF
circulaban por las vías como un gusano plateado recuerdo haber visto en el
vagón de la cafetería un cartelito donde se invitaba a los viajeros a abandonar
la pequeña barra tan pronto como hubiesen consumido el café o el botellín de
orangina. Era una forma de poder dejar sitio a otros viajeros. Hoy, sesenta
años más tarde, me entero de que algunos bares ya ponen restricciones en las
terrazas imponiendo tiempos máximos de consumición. Día llegará, a este paso,
en el que cobrarán al cliente un plus por desgaste de silla o por uso de
servilletas de papel. Yo comprendo las dificultades que está pasando el sector
hostelero por culpa de la pandemia. Pero si me siento en una terraza con el
periódico y pido un vermú con sifón, de ninguna de las maneras estoy dispuesto
a levantarme para que pueda sentarse otro cliente en taparrabos y con
chancletas. Podré, en todo caso, invitarle a que se siente y poder compartir
mesa; eso sí, siempre que no me distraiga de mi lectura, o me vea obligado a
tener que soportar el soliloquio de un “palizas” de tomo y lomo contándome lo
bien que lo pasó durante la mili en Melilla, o lo mal que se lleva con un cuñado
de Fariza, en la raya de Portugal, que se dedica al cultivo del alfóncigo y a
la venta de sus drupas. Uno paga un servicio de mesa para que le atienda el
camarero y para que le dejen en paz y no le mareen. Pero ahí no queda la cosa.
Algunos hosteleros ya llevan en la cabeza colocar en cada mesa un reloj de
arena y darle la vuelta cuando se acomode el cliente y le atienda el camarero.
A mi entender, hubiese sido más elegante colocar una ranura en medio de la mesa
de velador para ir depositando monedas, como sucede con la “zona azul” en los estacionamientos
regulados. Como dure mucho tiempo la pademia estoy seguro que todo se andará, o
sea.
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