El inolvidable Julio Camba dejó constancia en su libro “La casa de Lúculo o el arte de comer” (1929) de que ‘la cocina española está llena de ajo y de prejuicios
religiosos’. En España se dispone de hasta de una Indicación Geográfica Protegida
(IGP). Me refiero al ajo morado de Las
Pedroñeras, que abarca a 82 municipios de una amplia zona geográfica castellano-manchega
comprendida en las provincias de Cuenca, Toledo, Ciudad Real y Albacete. Pero
como sucede siempre, en España también se consumen ajos chinos (alrededor de 12
millones de toneladas) por ser más baratos
aunque menos sabrosos. El ajo se ha convertido desde tiempo inmemorial en una
panacea que todo lo cura por sus propiedades antihipertensivas y, en
consecuencia, está presente en casi todos los guisos de la cocina tradicional,
muchos de origen pastoril, como el pil-pil, el ajoarriero, el atascaburras,
etcétera. Y cómo no, también en la cocina de penitencia impuesta a los
católicos durante el periodo de Cuaresma. Tal es la importancia del ajo que las
mujeres de la Galicia profunda tienen por costumbre llevarlos en la faltriquera
para espantar meigas hasta que el bulbo liliáceo pierde su ‘virtud mágica’ por
su roce con la calderilla. Es entonces cuando deciden echar la cabeza en la
cazuela. Por otro lado, el ajo permitía dar ‘gato por liebre’ en las ventas de los
caminos donde pernoctaban los peregrinos, muchos de ellos extranjeros, en su
ruta hacia Santiago. Los pícaros mesoneros de fonduchas eran conocedores de que aderezando las viandas
con ajo, todo sabía a ajo. De todo ello se desprende que las resabiadas
cocineras, tan aficionadas al ajo y a las malas artes, eran conscientes de que
el añadido de ajo a todos los guisos les ayudaba a no tener que esmerarse en
lograr un placer culinario. Con mucho ajo añadido sucede que todo sabe de igual
manera y de ese modo se puede hacer soportable hasta una casi vomitiva bofena.
Claro, hay excepciones evidentes. Tomar sopas de ajo sin ajo no se concibe, o
sea.
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