viernes, 4 de julio de 2025

Ajos


  El inolvidable Julio Camba dejó constancia en su libro “La casa de Lúculo o el arte de comer” (1929) de que  ‘la cocina española está llena de ajo y de prejuicios religiosos’. En España se dispone de hasta de una Indicación Geográfica Protegida (IGP). Me refiero al ajo morado  de Las Pedroñeras, que abarca a 82 municipios de una amplia zona geográfica castellano-manchega comprendida en las provincias de Cuenca, Toledo, Ciudad Real y Albacete. Pero como sucede siempre, en España también se consumen ajos chinos (alrededor de 12 millones de toneladas)  por ser más baratos aunque menos sabrosos. El ajo se ha convertido desde tiempo inmemorial en una panacea que todo lo cura por sus propiedades antihipertensivas y, en consecuencia, está presente en casi todos los guisos de la cocina tradicional, muchos de origen pastoril, como el pil-pil, el ajoarriero, el atascaburras, etcétera. Y cómo no, también en la cocina de penitencia impuesta a los católicos durante el periodo de Cuaresma. Tal es la importancia del ajo que las mujeres de la Galicia profunda tienen por costumbre llevarlos en la faltrique­ra para espantar meigas hasta que el bulbo liliáceo pierde su ‘virtud mágica’ por su roce con la calderilla. Es entonces cuando deciden echar la cabeza en la cazuela. Por otro lado, el ajo permitía dar ‘gato por liebre’ en las ventas de los caminos donde pernoctaban los peregrinos, muchos de ellos extranjeros, en su ruta hacia Santiago. Los pícaros mesoneros de fonduchas eran conocedores de que aderezando las viandas con ajo, todo sabía a ajo. De todo ello se desprende que las resabiadas cocineras, tan aficionadas al ajo y a las malas artes, eran conscientes de que el añadido de ajo a todos los guisos les ayudaba a no tener que esmerarse en lograr un placer culinario. Con mucho ajo añadido sucede que todo sabe de igual manera y de ese modo se puede hacer soportable hasta una casi vomitiva bofena. Claro, hay excepciones evidentes. Tomar sopas de ajo sin ajo no se concibe, o sea.

 

 

 

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