A ver si he leído bien la noticia de El Español: “Trump anuncia aranceles del 30% a la Unión Europea a partir de agosto y amenaza con duplicarlos si responde”. He tenido que lavarme los ojos con agua antes de volver la noticia. Vuelvo a leerla. Pues sí, eso pone el titular. “Al mismo tiempo -sigue diciendo la noticia- amenaza con duplicarlos si la presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, decide responder con represalias comerciales”. De paso, Trump aclara que dará marcha atrás en su decisión si las empresas europeas deciden fabricar sus productos en el Estados Unidos. A mismo tiempo, el presidente americano desea que Europa le compre armas tras el pacto acordado de hasta el 5% del PIB de todos los miembros de la OTAN para gasto en defensa. Es como si nos hubiese mirado el tuerto. Imaginen una familia miedosa que casi no tiene dinero para comer. Pero el padre de familia decide colocar una alarma antirrobo que le cuesta cada mes un tercio de lo que se necesita en la casa para la cesta de la compra. El padre lo justifica diciendo a los miembros de su familia que así podrán dormir tranquilos, sin temor a los ladrones. Pero los miembros de esa familia siguen por las noches sin poder dormir a causa del frio (al no poder encender la calefacción), por los sabañones y por la falta de alimentos. Aquella alarma es eficaz y evita los robos en una casa, la suya, donde no hay nada que robar. De la misma manera, el monstruoso aumento de gasto en defensa de todos los miembros de la OTAN exigido por los Estados Unidos llevará aparejada una disminución considerable de partidas necesarias para gastos sociales, hospitales, carreteras, educación etcétera. ¿Merece la pena tanto sacrificio? Existe un proverbio español que dice “el miedo guarda la viña”. Pero el miedo no debe paralizarnos ni dejar que nos domine. Siempre es una respuesta a una percepción distorsionada. Se puede tener miedo a una guerra, pero también a un virus, a un patrón sin escrúpulos, a la muerte, al otro mundo, a quedarnos en el paro, a un terremoto, o a poder rompernos la crisma conduciendo una moto. Es, en suma, una sensación que nace en el cerebro, en la amígdala, ubicada en el sistema límbico que libera las hormonas del estrés. Lo importante cuando aparece esa sensación es saber cómo afrontarlo y dominarlo. Pero lo malo es que nos educan para tener miedo. Si no fuese así, no existirían las religiones, ni las apariciones marianas, ni los confesionarios, ni prédicas al estilo del padre Laburu, ni aquel fraile hijo de la gran puta que les decía niños revoltosos de la clase: “Cuando yo esté en el cielo y ustedes en el infierno…”. Dijo Sófocles que “para quien tiene miedo, todo son ruidos”. El miedo, en resumidas cuentas, es una poderosa herramienta de control social. Pero lo sabemos y seguimos agachando las orejas.
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