Aurore Dupin, mas
conocida como George Sand, en su
libro Un invierno en Mallorca,
(publicado en 1855) hace un perfecto retrato de cómo era la España mediterránea en
1838, aprovechando su estancia, primero en Son Vent y mas tarde en la Cartuja de Valldemosa,
junto a sus hijos, Maurice y Solange, y el músico polaco Frèdéric Chopin, al que había conocido
en París en 1831. Curiosamente, en su trabajo literario, hace referencia al Gran Hotel
de las Cuatro Naciones, situado en el número35 de la Rambla del Centro. En ese
lugar de hospedaje estuvieron dos veces: la primera ocasión fue del 2 al 7 de
noviembre de 1838, donde habían llegado en el barco Le Phénicien desde Port Vendres. De Barcelona a Mallorca lo harían
en la embarcación El Mallorquín. La
segunda, en el viaje de regreso, entre el 14 y el 22 de febrero de 1839. Ya en
Mallorca consiguieron alquilar un piano de pésima calidad. A pesar de la
dificultad que entrañaba para su trabajo, Chapín pudo componer a duras penas la
mazurca Op. 41 nº 2. El nuevo piano
que habían adquirido en Francia tardó en llegar. Se trataba de un Pleyel, con el que Chopin pudo completar
24 preludios, 2 polonesas, una balada y un scherzo.
Para que podamos comprobar cómo funcionaban entonces los asuntos burocráticos en
España, nada mejor que leer a Sand:
“Por un piano que hicimos traer de Francia, se nos exigía setecientos
francos e derecho de entrada. Era casi el valor del instrumento. Quisimos
devolverlo y no estaba permitido. Dejarlo en el puerto hasta nueva orden,
estaba prohibido. Hacerlo entrar por otro lugar de la ciudad (nosotros vivíamos
en el campo) para evitar el portazgo que es distinto que el derecho de aduanas,
es contrario a las leyes. Dejarlo en la ciudad a fin de evitar los derechos de
salida, que son distintos de los de entrada, no podía hacerse. Arrojarlo al mar
era cuanto podíamos hacer, si es que teníamos derecho a ello. Después de quince
días de negociaciones, conseguimos que en vez de salir de la ciudad por una
puerta, saliera por otra, y liquidamos el asunto en unos cuatrocientos
francos”.
Sand se sorprendía de que “la hospitalidad no pase de buenas
palabras”. Señala:
“Hay una frase usual en Mallorca, como en toda España, que evita tener
que prestar alguna cosa; consiste en ofrecerlo todo: ‘la casa y todo lo que hay en ella está a su disposición’. No se
puede mirar un cuadro, tocar una tela, levantar una silla sin que se diga con
perfecta amabilidad: ‘Es a la disposición
de usted’, pero guárdese bien de aceptar siquiera un alfiler, pues se cometería
una grosera indiscreción”. (…) “Un piso en Palma se compone de cuatro paredes
absolutamente desnudas, sin puertas ni ventanas. En la mayor parte de las casas burguesas no
tienen cristaleras y cuando quieren procurarse esta comodidad, muy necesaria en
invierno, hay que empezar por encargar los marcos. Cada inquilino al irse (y la
gente apenas se traslada) se lleva consigo las hojas de las ventanas, las
cerraduras y hasta los goznes de las puertas…”.
Del viaje de regreso a Barcelona entre una piara de cerdos
mejor no hablar. En fin, el libro es fiel espejo descriptivo de la España de la indolencia en
un siglo, el XIX, donde hubo guerras
civiles, regencias, magnicidios, destronamientos, abandonos del Trono y
restauraciones que no sirvieron para cambiar o modernizar nada, si exceptuamos
la puesta en marcha de los primeros ferrocarriles. Sirva como ejemplo de
incoherencia nacional el caso de Isabel
II, a la que en septiembre de 1868 se la “facturó” a Francia sin billete de
vuelta. Juan Prim dijo entonces la
famosa frase de “los Borbones nunca más”. Pero Prim sería asesinado en
diciembre de 1870 y siete años más tarde del destronamiento, en enero de 1875, llegaba la
restauración borbónica en la persona de Alfonso,
hijo de la reina destronada y del coronel Federico
Puig Romero, asesinado en el cuartel de San Gil en 1866, según consta en el
libro de María Nieves Michavila titulado
Voces desde el más allá de la historia.
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