El pasado miércoles, víspera del Corpus,
se me ocurrió acercarme hasta Toledo, engalanado lujosamente para una de las
celebraciones más importantes del año. En la Estación de Atocha saqué
un billete de tren. Y como mi avant
no salía hasta pasadas las doce del mediodía, todavía tuve tiempo para
acercarme hasta el conocido bar El
Brillante, en la glorieta de Carlos V (hay otro establecimiento del mismo
dueño en la calle Doctor Drumen, 7) para comprobar, como me habían contado, que
disponía de los mejores bocadillos de calamares de España. Para empezar, el pan
no era crujiente, sino una masa incomibles pasada por un horno dos minutos
antes de ser servido. Los calamares ni fu ni fa. Pero el precio si me pareció
desproporcionado. Lo mío era un “bocatín” de medio palmo y su precio 3’50
euros. La caña, muy corta, 1’50 euros. Total, dos cañas y dos “bocatines” me
costaron 10 euros. Pero lo más curioso era que añadirle un poco de mayonesa
tenía un incremento de 0’30 céntimos. Y tuve suerte de no pedir otras cosas
como, por ejemplo una torrija, cuyo precio era de 2’80 euros. No digo nada si
me llego a sentar en mesa de velador. Hubiese tenido que tirar de tarjeta de
plástico. Los camareros van de graciosos y chillan para pedir las comandas como
si se hubiese producido en su interior el incendio de Santander. En suma, un
desastre. Por asociación de ideas, cuando leí el suplemento por la mayonesa,
recordé cuando a finales de abril compré una cafetera en Media Markt, que valía casi 200 euros, y al pasar por caja me
cobraron 0’10 euros por una bolsa de plástico que, para más inri, no aseguraba
su fortaleza con el peso del contenido. ¡Luego dicen que los negocios se van a
pique! Menos mal que el viaje a Toledo sirvió para que subiese en las escaleras
mecánicas que inauguró De Cospedal;
para que comiese en Dragos (calle
Sillería, 11, junto a la Plaza
de Zocodover) como cuenta Cela que
comió Treintarrobas en Barco de Ávila, “cuando el vagabundo se metió
en una taberna a refrescar el gañote y en una mesa con hule a cuadros y sentado
en una banqueta sobre la que ni cabe, un tío de muchas arrobas y dentadura de
oro, blusa negra de trujamán del toma y daca, ademanes de zarracatín de todo lo
que salga y fauces grasosas de epulón repleto, se está zampando un cabrito asado
del tamaño de un niño de primera comunión”; también para ver las innumerables colgaduras;
y para no poder contemplar la
Catedral por dentro, como hubiese sido mi deseo. Un gachupín
con aspecto de sarasa pedía a la entrada del templo 8 euros, que de ninguna de
las maneras estuve dispuesto a entregarle. Estos funcionarios del Cielo son
peores que los camareros de El Brillante
madrileño. Al menos, en El Brillante de
Atocha echas algo a la andorga mientras esperas al tren.
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