domingo, 14 de marzo de 2010

Recuerdos

Recuerdo que de niño, cuando mi madre me mandaba al economato para comprar alguna lata de sardinas, de tomate, o de quesitos en porciones, jamás miraba su fecha de caducidad. Tampoco venía impresa. Las latas de conservas se abrían, se comían, aquí paz y luego gloria. Lo mismo sucedía con el aceite a granel, con el salchichón y con la carne de membrillo. En las tiendas de los pueblos, al menos en los de Aragón, siempre había colgado en el techo algún congrio seco en forma de raqueta. Nunca lo compré ni me mandaron que lo adquiriese. Pero algo haría allí colgado aquel pez amojamado además de producir un olor inconfundible en todo el espacio, que se mezclaba con el olor de cáñamo de las alpargatas, con el de la arcilla de los botijos, con el de esparto de las sogas para caballerías, con el de café y con el de las especias. Decían que daba buen sabor a la sopa. El mostrador era de color maleta y el dependiente siempre llevaba puesta una bata de dril, que es un color muy sufrido. Por aquellos años jamás se veían restos de pan esparcidos por el suelo de las calles ni nos preocupábamos por el colesterol ni los triglicéridos. Sobrevivir estaba por encima de todas las cosas. Y en casa, después de comer, mi madre nos suministraba una cucharada de “fercobre fólico” que ayudaba, decía, con el aporte de hierro a estirar el pecho. Por aquellos años lo malo no era enfermar sino que se supiera, teníamos mucho instinto de supervivencia, sabíamos el catecismo de carrerilla, poníamos lazos a los conejos, desvalijábamos huertos con nocturnidad y éramos de buen conformar.

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