sábado, 31 de marzo de 2012
Las cenizas del difunto
La Conferencia Episcopal italiana ha presentado una nueva edición, supongo que corregida y aumentada, sobre el Rito de las exequias. Es como un “libro de estilo” para que los católicos italianos sepan qué hacer con los polvillos del difunto derivados de la cremación, desechando de plano el esparcimiento de las cenizas por los parajes más insospechados. Los polvos en los descampados, y en eso lleva razón la Iglesia Católica, tienen su peligrosidad si no se miden bien sus consecuencias. Según la Conferencia, no existe oposición por parte de la Iglesia en lo que respecta a quemar los cadáveres cuando no se lleve a cabo “in odium fidei”, o sea, en odio a la fe. Pero lo ideal para la Conferencia es que los cadáveres reciban cristiana sepultura “para expresar la fe en la resurrección de la carne”. Queda claro que para los funcionarios del Cielo en su delegación en la Tierra, cuanto más entero quede el “fiambre”, menos costosa resultará la resurrección. ¡Vaya lío! Hay que dar facilidades a aquello que los católicos recitan en el Credo si pretenden que la vida después de la muerte sea perdurable. Esas cosas las vería aceptables si se explicasen desde los ayuntamientos, que son los que cobran las tasas por las sepulturas; o desde las Comunidades Autónomas, que son los recaudadores de las transmisiones patrimoniales en las sepulturas “a perpetuidad”. Y entrecomillo “a perpetuidad”, porque las propiedades sobre nichos, panteones y tumbas duran como máximo cuarenta y nueve años de acuerdo con la legislación vigente. Las cenizas humanas, en definitiva, contienen principalmente fosfato cálcico derivado de los huesos, es decir, hidroxiapatito. Lo ideal sería esparcirlas en España por los campos de cultivo, sin odio a la fe alguno, con permiso del ministro del ramo, Miguel Arias Cañete, y el “nihil obstat” de Antonio María Rouco Varela, claro.
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