domingo, 20 de febrero de 2011
Ausentes brechas de resentimiento
Casi nunca estoy de acuerdo con lo que escribe Alfonso Ussía en La Razón. Hoy sí. En “Los prohibidos”, donde cuenta los veraneos de su infancia en San Sebastián, descubro al Ussía niño, de buena crianza, y con ese poso de melancolía que da el paso del tiempo. “Los ‘prohibidos’ no subían al monte Igueldo, a pesar de que a sus padres les salían los billetes de mil pesetas por las orejas. Los ‘prohibidos’ no tenían bicicletas. No podían jugar al escondite por si, en un escorzo muelle, perdían el equilibrio, se caían y se manchaban. No tenían autorización para hacer carreras en el malecón, y mientras los niños merendábamos una tableta de ‘Souchard’, ellos tomaban una onza de chocolate ‘Louit’, que con todo el respeto que me merece el ‘Louit’, era mucho peor y más basto. En aquellos tiempos, las chocolatinas de la merienda abrieron incurables brechas de resentimiento social”. Por un momento he recordado mis veraneos de niño en Santander, en casa de mis abuelos. Buscaron a un seminarista de vacaciones para que nos acompañase a mi hermano y a mí por las tardes, cuando salíamos de vagabundeo por Piquío, Puerto Chico o los Jardines de Pereda. Cuando llegaba un circo, con motivo de las fiestas de Santiago, veíamos cómo montaban su carpa, sabiendo de antemano que nunca nos sentaríamos en silla de pista para contemplar un espectáculo. La razón nunca la supe, aunque intuía que era por culpa de las acróbatas. A mi abuela no le hacía gracia que pudiéramos ver sus muslos al descubierto en una época en la que, al menos en la playa de la Magdalena, era “normal” ver a las mujeres jóvenes con faldilla blanca sobre el traje de baño. Es verdad, las chocolatinas de la merienda, como señala Ussía, abrieron incurables brechas de resentimiento social. También los helados. Había dos tipos de niños: los que tomaban helados de carrito ambulante y los que no. Los niños “más protegidos” no tomábamos helados de cucurucho ni tampoco polos de fresa. Por lo visto, según nos decían los tutores, producía anginas, faringitis y no sé cuántos padecimientos. Los otros niños, los que recorrían siempre por la calle a su albedrío, aquellos que para nuestros celosos súper protectores de cuerpos y almas no pasaban de ser unos simples “raqueros”, se tomaban unos helados que nos dejaban con la boca abierta de pasmo. Me parece que bastantes niños de entonces formamos parte de esos “prohibidos” por culpa de unos valedores prohibicionistas y sobrados de respetos humanos. Lo que pasa es que al hacerme mayor no he pretendido vengarme de la vida ni que el mal vino del resentimiento, ese que describe Ussía, arruinara todos mis planes. No hice nunca significativos designios de futuro, he sido de buen conformar y tanto el sol como el polvo del camino los sigo tomando gratis.
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