domingo, 27 de febrero de 2011
La Sevilla que yo conocí
Aquello del fotomatón parecía una harinera: “Mire el punto que está frente a usted, sitúe los ojos a la altura de la línea de puntos azules… etcétera”. Pasados tres minutos apareció una tira blanca bajo un anuncio de “Okal”. Era como un parto sin dolor. ¡Viva Sevilla y el fotomatón! El reloj del Ayuntamiento daba muchas secas campanadas. La plaza del Duque se alegraba con muchachas en edad de merecer y sarasas atildados. El “Mesón de la pescada y el jamón”, en San Eloy, servían las primeras cenas frente a Casa Iruña. Emperador, sangre encebollada, morrillo menudo, higadilla, pijota, jaurel y mojama. En el Mesón había por entonces, me refiero a principios de los setenta, un camarero que se apellidaba España.
--España, otro vermú.
--Marchando otro medio con sifón.
La calle Feria conducía directamente a la Alameda de Hércules, donde todavía pululaba un raro silencio mudo por la ausencia de Joselito. No me gustan los pleonasmos, pero a veces son necesarios cuando el hueco sólo se llena de vacío. Un borracho crónico, sentado en el marmolillo de la acera, escupía verde y blanco como si expulsase a cada golpe de tos banderillas andaluzas. En otro punto de la ciudad, un coche de caballos saltaba en el empedrado. El Puente de Triana, por donde cuentan que cayó el caballo y el coche que la llevaba, reflejaba las quietas aguas del Guadalquivir. El Archivo de Indias custodiaba el tesoro de Magarú, el peto y espaldar de Witiza, las plumas de un indio, unas simientes de tomate, varias herramientas de calafateo, un dibujo con el cuerno de la abundancia, un dominguillo olvidado por el nieto del vigilante jurado, las barbas del moro Muza y los manuscritos de fray Bartolomé de las Casas, donde se da cuenta de cómo el hijo de un mercader de Tarifa, que participó en el segundo viaje de Colón, se quedó en La Española y denunció abusos y robos de los colonizadores hacia los indios a cambio de dócil adoctrinamiento.
--España, otro vermú.
--Ea, marchando…
España miraba de soslayo a mi vecino de mesa, empleado de Transfesa, que se hacía el rancio con la vista tumbada sobre una sobada novela de Marcial Lafuente Estefanía. Por el Paseo de las Palmeras, camino de Heliópolis, cabalgaban unos americanos sobre la poltrona de hule de una berlina, al tiempo que un turismo negro evitaba esquivar a un perro, también negro, que se restregaba por el asfalto. Y sobre mi cabeza, muy quieta, una luna llena con cara de carne con ojos intentaba seducirme. Sevilla de noche tenía encanto y tronío. Antonio Machín se metía entre pecho y espalda una caña de cerveza en la barra del bar Arsenio.
--“Desde que estuve, niña, en La Habana…”
--Qué mal de bien se lleva eso de la melancolía, don Antonio.
--Y que lo digas…Tómate algo.
La calle Sierpes, donde otrora estuviese trincado Cervantes, era una fiesta en la anochecida. Los Corales, el ventanal por el que se asomaba Rafael Gómez Ortega, hermano mayor de Joselito, cuñado de Sánchez Mejías, marido de Pastora Imperio… sus tertulias con Belmonte… ¡Ahí es ná lo que sabe ese cristal! Junto a La Campana, unas mujeres pícnicas y pazguatas hasta la grosería ponían punto y final a las existencias del escaparate de una pastelería. Y muy cerca, el Bar Pinto, regentado por la hija de La Niña de los Peines. “Ya no se pinta la cara la mujer que yo más quiero…” En La Encarnación, en el sereno Panteón de Hombres Ilustres, dos hijos de Pepe Bécquer, los de más cartel, tendían la raspa ligera en el interior de sus sarcófagos. Por fortuna, aún no habían colocado el adefesio micológico. Alfredo Sánchez Monteseirín, el amigo de las setas, estaría por aquellos años jugando al béisbol con una remolacha en La Rinconada. La calle Imagen, 4, segundo piso ascensor, fue mi lugar de trabajo por un tiempo no muy largo. Debajo, recuerdo la cafetería Spala, llena de ejecutivos silenciosos tomando con ritual el cafelito cada mañana de diario, mientras pensaban dando vueltas con la cucharilla a la taza caliente y también a la cabeza, por el inmediato vencimiento de la puñetera letra de cambio. En la Bodeguita de la plaza de El Salvador, frente a la iglesia que guarda los restos mortales de los abuelos maternos del Rey, exoneré mi zambomba en el rodapié de un cornijal, situado al fondo a la derecha. Faltaban pocas horas para que se hiciera de día. Los vencejos, acharolados y limpios, se desperezaban con los primeros relentes. La gente madrugadora, camino de la brega, se limpiaba los bronquios poniendo en solfa una zarabanda trompetera de toses y bostezos. La Giralda ejercía de faro de caminantes.
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