Eran casi todos de hojalata, recuerdo, aquellos
juguetes de mi infancia. El día de Reyes lo pasábamos los hermanos jugando
dentro de casa. En la calle hacía mucho frío, pero no era un frío como el de
ahora. Recuerdo que era un frío que congelaba el barro y que dejaba las sábanas
de la última colada tiesas como pergaminos. De todos aquellos juguetes había
uno que todavía conservo: los “juegos
reunidos” de Jeyper. Me considero
un ser privilegiado por el hecho conservar casi en perfecto estado fichas de
diversos tamaños, pequeños conos, dados, cubiletes y cartulinas. Era un juego
de mesa camilla. Quién no recuerda aquellas mesas redondas, vestidas con un
largo mantelón (enaguas) y que debajo tenían el agujero correspondiente para
colocar un brasero de picón. Lo mismo servían para comer que para leer el
periódico, que para coser, escuchar “el parte” de la radio, o jugar al guiñote.
Era, en fin, una mesa multiusos casera muy confortable en dónde a su alrededor se
trataban de arreglar las crisis políticas del hogar. Era la mesa predilecta en
la que el padre hacía el crucigrama del ABC,
o el “damero maldito” de Conchita Montes de La Codorniz, o liaba cigarrillos de tabaco picado, donde la madre
escuchaba cada tarde a Elena Francis mientras
limpiaba lentejas, y donde los hijos hacíamos los deberes de la escuela. Al
brasero nunca le dimos uso, teníamos calefacción central y radiadores de La Pajarita pintados de color marrón. Pero allí estaba el brasero, en el
centro de los bajos de la mesa camilla, aquella especie de yelmo de latón con
dos asas y su cubre brasero de alambre. Los cochecillos de hojalata los
guardábamos en una caja de membrillo de Miguel
Chacón serigrafiada con una estampa cervantina. Y en la calle, recuerdo, transitaban
carros cargados de remolacha camino de la azucarera y un ciego cantaba en una
esquina “iguales para hoy” sin demasiado entusiasmo.
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