martes, 29 de diciembre de 2020

En torno a la mesa camilla

 


Eran casi todos de hojalata, recuerdo, aquellos juguetes de mi infancia. El día de Reyes lo pasábamos los hermanos jugando dentro de casa. En la calle hacía mucho frío, pero no era un frío como el de ahora. Recuerdo que era un frío que congelaba el barro y que dejaba las sábanas de la última colada tiesas como pergaminos. De todos aquellos juguetes había uno que todavía conservo: los “juegos reunidos” de Jeyper. Me considero un ser privilegiado por el hecho conservar casi en perfecto estado fichas de diversos tamaños, pequeños conos, dados, cubiletes y cartulinas. Era un juego de mesa camilla. Quién no recuerda aquellas mesas redondas, vestidas con un largo mantelón (enaguas) y que debajo tenían el agujero correspondiente para colocar un brasero de picón. Lo mismo servían para comer que para leer el periódico, que para coser, escuchar “el parte” de la radio, o jugar al guiñote. Era, en fin, una mesa multiusos casera muy confortable en dónde a su alrededor se trataban de arreglar las crisis políticas del hogar. Era la mesa predilecta en la que el padre hacía el crucigrama del ABC, o el “damero maldito” de Conchita Montes de La Codorniz, o liaba cigarrillos de tabaco picado, donde la madre escuchaba cada tarde a Elena Francis mientras limpiaba lentejas, y donde los hijos hacíamos los deberes de la escuela. Al brasero nunca le dimos uso, teníamos calefacción central y radiadores de La Pajarita pintados de color marrón. Pero allí estaba el brasero, en el centro de los bajos de la mesa camilla, aquella especie de yelmo de latón con dos asas y su cubre brasero de alambre. Los cochecillos de hojalata los guardábamos en una caja de membrillo de Miguel Chacón serigrafiada con una estampa cervantina. Y en la calle, recuerdo, transitaban carros cargados de remolacha camino de la azucarera y un ciego cantaba en una esquina “iguales para hoy” sin demasiado entusiasmo.

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