martes, 1 de junio de 2021

Del tastevin al medallón de Cándido

 


Mucha gente confunde la profesión sumiller (mi abuela siempre decía sommelier) con la de enólogo, del mismo modo que dan por hecho que un vino “reserva” es siempre mejor que un “crianza”, o que un vino cuyo precio es superior en el supermercado ha de gustar más a aquel que lo cata que otro vino de menor precio. Y no digamos el énfasis que pone el nuevo rico al referirse al convite al que fue invitado, cuando comenta a los conocidos que hasta sirvieron “champán francés”. ¿Acaso existe algún champán que no sea francés? La palabra champán se ha vulgarizado hasta el extremo que para muchos es champán hasta la sidra El Gaitero donde, por cierto, hasta hace algunos años ponía en su etiqueta “sidra achampanada”, que por extensión también lo podrían haberlo puesto en las cajitas los fabricantes de las gaseosas “El tigre”, con una  receta sencilla: dos sobrecitos, uno de ellos con bicarbonato y  el otro con ácido cítrico en polvo que, al mezclarlos con agua, consiguen el “milagro” de convertirse en un clásico refresco. Todo empezó en 1915 en Cheste, Valencia, cuando Alejandro Martínez, que hasta entonces tenía una tienda de ultramarinos, puso en marcha su negocio de gaseosas en polvo. A partir de los años 70 esos sobrecitos se utilizaron también en repostería. Pues bien, un vino “reserva” no tiene por qué ser superior a los paladares más exigentes que un “crianza”. Lo único que les diferencia es su tiempo de estancia en barrica. Por otro lado el champán siempre es de la región de Campagne, en el noreste de Francia. Por terminar, sólo añadiré que un sumiller (que en los buenos restoranes suele lucir un tastevin, o tâte-vin) colgada al cuello) es un camarero entendido en vinos  que conoce las diversas denominaciones de origen, la calidad de las cosechas  y a qué temperatura  y cómo se debe descorchar y servir una botella en la mesa. El enólogo, en cambio, es la persona que participa de lleno en el proceso técnico de elaboración del vino y se responsabiliza de su resultado final. Un sumiller, en suma, deberá responder ante los clientes del restorán; un enólogo, ante la empresa bodeguera que le contrata. Debo aclarar que el tastevin (tâte-vin) es descrito por José Peñín y Teresa Pacheco (“Historia de los utensilios del vino”) como “una pieza pequeña, generalmente de plata, con forma de cono truncado, concha, entre otras. Tiene el fondo un tanto abombado para poder observar mejor la limpidez del vino y dispone de una pequeña asa”. En la actualidad, al existir la copa de degustación, el tastevin se ha convertido en  la pieza de un ritual que añade parafernalia al arte culinario. Quién se haya sentado a la mesa en el Mesón de Cándido, en Segovia, habrá podido comprobar que una vez troceado el cochinillo con el canto de un plato, ese elemento de vajilla se rompe contra el suelo. Son, ya digo, costumbres adquiridas que se transforman por diversas razones en ritos casi sacramentales. En el caso del Mesón de Cándido, su dueño decidió trocear el cochinillo un día que no disponía de un cuchillo a mano. Otro día, el plato se le resbaló de las manos y se rompió contra el suelo. Aquello que parecía algo embarazoso para Cándido López  hizo mucha gracia a los comensales; y, a partir de entonces, se mantuvo esa tradición. O la de llevar puesto el medallón desde 1949, cuando un grupo de intelectuales y periodistas liderado por Francisco Guillén Salaya, miembro de la Cofradía de los Doce Apóstoles, otorgó  la credencial a Cándido. Una réplica de ese medallón estuvo expuesta en el mesón segoviano hasta la Nochevieja de 2019, cuando fue robado.

No hay comentarios: