Volví a
escucharen disco de vinilo a Pavarotti: “Caruso”, “Una furtiva
lágrima”, “Mamma”...,decuando le
creí inmortal, antes de que me enterase por la prensa de que teníacáncer de páncreas. De la fuente de los placeres siempre brota
no se sabe qué amargura. Cuando paró el microsurco sobre el plato se recogió
hacia atrás sin que nadie se lo ordenase. Entonces se produjo un chasquido
equivalente a un seco crujido de cervicales. Tomé unsorbo deLangs,
ese infame güisqui peleón, y me dispuse a leer un artículo de aquellos que Manuel Alcántara por zanjas o por barrancos enviaba a las agencias: “Lo que dejó el difunto”.
Subrayé el último párrafo: “Cuando un
viejo ilustre se hace acompañar en la última vuelta del camino por una mujer
joven y paciente, debe comprender que se trata de una contraprestación aplazada.
Tiene mucho mérito localizar un terceto de ‘El paraíso perdido’ a las
cinco de la mañana o limpiar un culo a cualquier hora del día. Se entiende que
traten de eliminar a los amigos anteriores a su aparición en la declinante vida
del difunto. Aunque hayan confundido amor con admiración, se lo han ganado a
pulso. Los viejos pesan lo suyo.” Supuse que aludía a Borges,
a Moravia, a Alberti... No,
en este caso concreto se refería a Cela.
De botones adentro entendí que Alcántara, que también ya se iba del mundo, debería haber tenido más cuidado en
susentradas de pavana. Soplamocos y
molondrones saben dar todos cuantos pertenecen a la chamuchina, incluso los estultos.
Pero las ironías disparadas con espigarda sólo se le permitieron a Julio Camba, cuyos artículos nunca
resultaban hirientes; y los sarcasmos arcabuceados con tiros de salva contra el
malvís (que es como el tordo, pero de plumaje verde oscuro) únicamente a Jaime Campmany, que manejaba con aseo
los aladros de la literatura. ”Dígame,
bachiller, ¿dónde irá el buey que no are?”, se preguntaba Fernando de Rojas en “La Celestina”. Supongo que al degolladero.
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