La tradición no se inventa
Eso de la Gastronomía tiene su aquel, como decía un
conocido. Melasipo Castrón, viajante de “calzoncillos Cañamares”, cuando alguna vez coincidíamos a la hora
de comer en un restorán de carretera de Osorno. Nunca supe que quería decir con
“su aquel”. La llamada “cocina de autor”, los soles de “Repsol” y las estrellas “Michelín”,
que se conceden a criterio de no sabemos quién como si fuesen las más altas recompensas concedidas por un
monarca bananero, y esas academias gastronómicas que aparecen por todas las
costuras de nuestra geografía, dan idea de la aparente importancia que tienen
los pucheros en la actualidad en un Estado, el nuestro, donde el turismo de sol
y playa se ha convertido en la primera industria nacional y en la principal
fuente de riqueza. En Aragón disponemos hasta de pasteleros que
inventan tradiciones, como ocurrió con el “lanzón”
para tomar como postre coincidiendo con la festividad de san Jorge; las “téticas” de santa Águeda”; la “corbata”, por el Día del Padre;
etcétera. Ninguno de esos pasteleros ha caído en la cuenta de que la tradición
no se inventa. Manuel Martín Ferrand
contaba en un pequeño artículo, “¿Menestra?”,
(XLSemanal, 03/09/2006), cuando el 26
de junio de 1963, en los salones del Gran Casino del Sardinero, entonces
presidido por el jefe del Sindicato de Hostelería y Similares de Santander, un
tal Julián Gutiérrez, se celebró un
concurso patrocinado por la empresa Corcho
e Hijos (fabricante de las actuales cocinas “Teka”) a fin de poder determinar el plato típico regional de
Cantabria que representaría a esa Comunidad Autónoma en una fase posterior, en
Madrid, compilatoria de la cocina autóctona española. Cuenta Martín Ferrand,
como digo, que “asistieron obispo de la
diócesis incluido, un gran número de autoridades y fue reconocido como plato
identificador de La Montaña la “Menestra
de ternera a la santanderina”, según la receta y ejecución de María Luisa Tejera, que después, en la
final nacional del concurso, se diluyó en el montón de participantes”. La
receta, para seis personas, era la siguiente: 2 kilos de morcillo de ternera,
una cebolla grande, 2 dientes de ajo, 1 ramita de perejil, 1 nabo, 1 pimiento
verde grande, 1 pimiento rojo, 1 puerro, 250 g de zanahorias, champiñones, 150
g de guisantes, 6 huevos, 12 alcachofas, 12 tomates de rellenar, 300 g de
tomate para salsa, 400 g de patatitas frescas, espárragos, 250 g de judías
verdes, 1 lechuga tierna, acelgas, 1 remolacha, 1 berenjena, aceite de oliva,
vino blanco, maicena, pimentón, azúcar, sal y agua. Terminaba Martín Ferrand su
artículo diciendo que en sus posteriores recorridos por los más diversos
restaurantes de Cantabria no había conseguido encontrar aquel “disparatado
invento”. Hoy, día de san Antón, patrón de los animales, he
preferido anteponer los fogones y manteles a las tradicionales hogueras por
hacer bueno el viejo dicho aragonés: “Por
san Antón/ el que no mata gorrino/ no come morcillón”. De paso, por
asociación de ideas, me vienen a la memoria las “Aventuras de Eustaquio Morcillón y
Babalí”, creadas por Joaquím
Buigas y dibujadas por Benejam a
partir de 1946 para el TBO. Morcillón, para quien no lo recuerde, era
un explorador rechoncho y Babalí, su
miedoso ayudante africano. Ambos se dedicaban a capturar animales salvajes para
enviarlos a circos y parques zoológicos.
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