martes, 10 de enero de 2023

Cuando la nube pasa de largo

 

No hay nada peor que llevar un traje confeccionado con tela pata de gallo con olor a naftalina, calcetines blancos y zapatos color maleta. Si a ello añadimos  pajarita verde y una insignia en la solapa anunciando el “nitrato de Chile” se convierte uno en rompedor. Imagínalo bailando un fox-trot con una mujer pícnica, rica en carnes y hanegadas, en la plaza del pueblo con motivo de las fiestas de san Antonio, que caen a mitad de junio. Melquiades Armijo, al que los vecinos conocían como Aleluya, marcaba el compás con maestría cuando la banda de música de Aniñón interpretaba la “Habanera del pompón” del sainete El pobre Valbuena. Melquiades Armijo, experto en pirotecnia, lo primero que hacía cuando se levantaba de la cama era mirar las nubes a través de la ventana de su dormitorio. Así sabía si era menester preparar la munición por si a eso de la media tarde tronaba y el cielo amenazaba con pedrisco. Por esa razón, después de comer se marchaba al monte y esperaba acontecimientos. En el supuesto de que divisara una nube negra en el horizonte, montaba un palo con una argolla para poder sujetar el cohete antes de ser prendida la mecha, llegado el caso. Si la nube pasaba de largo, regresaba a casa y se ponía a hacer la faena de siempre, es decir, a fabricar serventesios para enviar a concursos que ofrecieran la flor natural al mejor poema recitado. Melquiades Armijo también daba de comer a las gallinas y cuidaba un corro de tierra donde cultivaba tomates, ajos  y lechugas para consumo propio. También ensayaba bailes de salón frente a un espejo colonial, sobre todo tangos y milongas sin salirse de los seis pasos básicos: salida de espalda en seis tiempos, progresivo en cuatro, progresivo con contratiempo; caminada en tres tiempos; balanceo; balanceo cruzado; zig-zag; y puntillas. Disponía de discos de Francisco Canaro y sus mayores éxitos: “La cicatriz”, “La trampera”, “Mano brava”… La que mejor bailaba era “No hay tierra como la mía”, que dice aquello de “soy un criollo de avería/ que el mundo fui recorriendo/ y al final vine diciendo/ ¡no hay tierra como la mía!”. Melquides Armijo, alias Aleluya, se conformaba con poco. Frente al mismo espejo colonial donde bailaba milongas también recitaba versos de Gabriel y Galán que había aprendido de memoria no sin esfuerzo. Le costaba más aprender las “Extremeñas” por el dialecto desarrapado utilizado: “Asín jablaba la madri/ y asín el hijo jablaba/ el hijo ajogao de aginos, / la madri ajogá en lágrimas, /él jechao y ella encogía/ a la vera de la cama”. A la atardecida entraba en la taberna, liaba un cigarro de “ideales” y se tomaba unos chatos de vino peleón. Era consciente de que no se podía vivir eternamente entre jadeos, calenturas y con un cierto comezón en el espíritu mirando a la muñeca hinchable silente apoltronada en un diván y llena de sortijas, siempre dispuesto a inventar serventesios, lanzar cohetería, criar lechugas y bailar milongas con chalecos de moaré y zapatos acharolados de chúpame la punta.

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