jueves, 27 de agosto de 2009

LITERHARTURA

Leo en los periódicos que Laura Espido Freire se pasa a la novela histórica. La ganadora en 1999 del Planeta con “Melocotones helados”, con sólo veinticinco años, como Antonio Prieto, y de trabajos espléndidos, ahora me viene a la cabeza “Irlanda”, donde se crean tiempos inexistentes, dijo en una entrevista que “inventar escribiendo resulta más sencillo que describir la realidad”. Pero resulta que Espido Freire cambia de rumbo y donde dijo digo, dice Diego. Entiendo que el arte de escribir con cierta compostura intelectual no necesite de soporte histórico alguno para el alcance de su objetivo, o sea, para contar historias. Huir de los tostones, de las pejigueras y de los tochos insufribles es el primer compromiso de cualquier lector que se precie. Y acumular dichos volúmenes en los anaqueles de la biblioteca casera denotan síntoma inequívoco de padecer los primeros ramalazos del síndrome de Diógenes.
Que yo recuerde, Camilo José Cela, por ejemplo, no se vio jamás en la necesidad de tener que utilizar ni planteamiento ni nudo ni desenlace en sus novelas, salvo en “La Familia de Pascual Duarte” y en “La cruz de San Andrés”, respectivamente, donde, según Ian Gibson, “el verdadero protagonista es el sexo: la ansiedad y la obsesión por el sexo”. (“Cela, el hombre que quiso ganar”, Aguilar, 2003, página 251). Para Cela, “novela es todo aquello que, bajo el título correspondiente, se escribe la palabra novela”. En el orvallo celiano de “Mazurca para dos muertos”, por ejemplo, se van desplomando lentamente, como en el conjunto de todos sus relatos y en gran parte de sus novelas, los rancios proyectiles de naranjero lanzados hacia el limbo por ver de fusilar la melancolía. Algo análogo transcurre en “Cristo, versus Arizona” y el “La Colmena”, por donde pasan delante de la vista del lector muchos actores sórdidos, y éste les percibe con ese aire de viandante ocioso e indiferente cuando decide sentarse a la mesa de un café y observar a la distinguida clientela. Lo mismo se cumple en sus artículos de prensa. Éstos se trazan como a carboncillo a partir de algo nimio: el anís, un lugareño raro, un quebrado paisaje...
Deslizarse hacia la novela histórica, a mi entender, posee sus ventajas. Cada alegato ya está servido de antemano en los retazos de las semblanzas. A partir de es premisa, que no es poco, sólo es cuestión de documentarse en lo ineludible, (tampoco mucho, para no cagarla), y soltar carrete hasta consumar cuatrocientas páginas. Es una técnica de marquetin que vende mucho en las estanterías de las grandes superficies, que es de lo que se trata, aunque cualquier parecido con la realidad sea pura casualidad. Eso no importa. Los mercaderes de objetos al detall son consecuentes de que los libros aglutinados, cuanto más gordos, mejor, se regalan en las onomásticas. Otra cosa distinta es que sean leídos por los receptores. Lo que cuenta es el detalle del presente bien envuelto en celofán, ya sea un epítome, una estatuilla de Lladró, o un collar para el perro. Las novelas históricas, además, tampoco requieren las horas de dedicación necesarias para documentarse como se cumple con el ensayo. No es lo mismo leer a Manuel Ayllón en “Yo, Fernando de Aragón”, o a Ángeles de Irisarri en “La reina Urraca”, que zambullirse de lleno en “El Greco”, de Manuel B. Cossío, en “Juana la Loca”, de Ludwig Pfandl, o en el “Enrique IV de Castilla”, de Gregorio Marañón.

No hay comentarios: