Cuando preguntas a los amigos qué les gusta de la televisión, enseguida te cuentan con aire circunspecto que ellos sólo acostumbran a ver la “2”, o sea, los vicios y virtudes del mundo animal y los informes de “A toda Plana” que duran hasta bien entrada la noche. Pero, si se te ocurre acercarte una atardecida hasta su casa por ver cómo se encuentran, entonces descubrimos que lo que les encandila es ver “Callejeros”. Y si vamos por la tarde con la intención de tomar café, ¡ay, entonces!, nos mandan callar cuando llega el turno de “Amar en tiempos revueltos”. Es como si un colega nos contase en la oficina que él sólo lee a James Joyce, a Marcel Proust , los ensayos de Jon Juaristi sobre el problema vasco y el mecanismo de la melancolía de Freud y Abraham y el efecto en el receso de la libido, cuando, en realidad, sólo se aplicara en la lectura de las novelas de Marcial Lafuente Estefanía, o de Rafael Pérez y Pérez, quién, por cierto, fue maestro de escuela en La Muela, ese pueblo zaragozano donde una tal Victoria Pinilla, alcaldesa del PAR, presuntamente ha causado más daño que la plaga de langosta.
Y es que al ciudadano que cambió la pana por el mono, que se sumergió en el torbellino de las hipotecas y que vota una vez cada cuatro años, disfruta cuando acomodado en el sillón de sus entretelas ve pasar otras vidas peores que la suya. Eso le hace sentirse más integrado en no sabemos qué. Y, también, hurgando y sumergiéndose en los lejanos años cincuenta en las secuencias de un eterno culebrón, cuando en el medio rural el hecho de no besarle la mano al cura, o saltarse por las buenas la misa dominical equivalía a ser tachado de rojo. Día llegará, a este paso, en el que volveremos al cine de barrio para llorar con “Las noches de Cabiria” o “El ladrón de bicicletas”. La televisión está consiguiendo que nos volvamos tiernos y de lágrima fácil a fuer de habernos convertido por culpa de las multinacionales en eternos cesantes subvencionados.
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