domingo, 10 de octubre de 2010
Premios y anatemas
Nunca llueve a gusto de todos. Si la concesión del Premio Nobel de Literatura a MarioVargas Llosa ha resultado para Willy Toledo un beneplácito para “un derechista peligroso”, a otros sectores, en este caso de la caverna, les ha caído como una bomba otra concesión de la Academia Sueca, la del premio Nobel de Medicina al investigador británico Robert Edwards. El sector médico más conservador y determinados líderes de la Iglesia Católica no entienden cómo se ha podido conceder la recompensa más prestigiosa al investigador que hizo posible a finales de los 80 el nacimiento del primer niño-probeta. La opinión personal de Willy Toledo es muy respetable, aunque no la comparta. En cierta ocasión, César González Ruano comentó en el madrileño Café Teide que no le gustaba Cervantes. El jefe de redacción de un prestigioso diario, asiduo a aquellas tertulias de cafetín, escribió un suelto al día siguiente en su periódico: “Al señor González no le gusta el estilo de Cervantes”. Como es natural, los lectores pasaron por alto tan ambigua noticia. Bueno, pues con el tal Willy Toledo, (si consideramos que la inmensa mayoría de ciudadanos ignora de quién se trata) ha sucedido algo parecido. Pero con Robert Edwards las cosas cambian. El mundo científico, donde se incluye a los médicos de talante conservador, y la Conferencia Episcopal, con su acostumbrado empecinamiento en ver de color violáceo lo que a todas luces es de color blanco y rojo lo que es verde, pero verde esperanza, son muy críticos con todo aquello que les parece reservado a Dios. En el seno de la Curia lo puedo llegar a entender. En los científicos, no. Las técnicas de reproducción asistida es un “milagro” para los que no creemos en los milagros. Para los de la caverna, la palabra “milagro” marcha por otros derroteros de más difícil asimilación para el común de los mortales. Verbigracia, lo sucedido a Miguel Pellicer, el cojo de Calanda, al que le brotó una nueva pierna tiempo después de que la anterior se la hubieran amputado, si hacemos caso al libro “El gran milagro”, de Vittorio Messori.
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