domingo, 29 de mayo de 2011
Fiambres, embutidos y todo eso
Leo en El País que “el Consejo de Ministros ha aprobado hoy (por ayer) la creación de una comisión de expertos que en un plazo de cinco meses deberá decidir qué hacer en el Valle de los Caídos y sobre todo, si los restos de Franco deben permanecer o no en el mausoleo para que pueda convertirse en un lugar de memoria y reconciliación”. Esto es algo parecido a lo que sucedía en la posguerra cuando, al carecer de frigoríficos, guardábamos la comida en la fresquera. Llegaba un momento en el que, al estar atenazados por la duda de si las albóndigas sobrantes del día anterior eran todavía aptas para el consumo sin sufrir un tremendo sarpullido, se las dejábamos oler a todos los miembros de la familia para que opinasen si éstas, las albóndigas, se podían comer todavía o había que tirarlas al cubo de la basura. Había disparidad de criterios. Unos decían que todavía eran comestibles, sin duda atenazados por la hambruna calagurritana. Otros, los más hipocondríacos, que había que deshacerse de ellas. Al final se las comían y hasta untaban pan en la salsa a la voz de “¡que sea lo que Dios quiera!”. Pues bien, con Franco sucede algo parecido. La comisión de expertos tiene cinco meses por delante para olisquear el “fiambre” del dictador y decidir qué se hace con sus restos. Curiosamente sobre el otro “fiambre”, el de José Antonio Primo de Rivera, no se dice nada, pese a estar enterrado con idénticos honores delante del altar mayor. Parece ser que entre morir en una cama del Hospital de La Paz y ser fusilado en la prisión de Alicante la cosa cambia. A Virgilio Zapatero, a José González-Trevijano, al monje benedictino Hilari Raguer i Suñer, al arzobispo emérito Fernando Sebastián Aguilar, entre otros, corresponderá ahora saber diferenciar entre un fiambre de un embutido, si deben exhumar los cuerpos de Franco y de José Antonio, o sólo el de Franco. Me temo que finalmente lo dejarán donde reposa, en esa fresquera de la Historia, para no herir susceptibilidades en el búnker y, como decían aquellos familiares de la posguerra frente a la cazuela de albóndigas en dudoso estado de conservación: “¡que sea lo que Dios quiera!”.
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