sábado, 7 de marzo de 2020

La pluma del indio



Poseo un retrato pintado al óleo que heredé de mis padres y que, antes, había estado en casa de mis abuelos. No importa quién lo pintó o por encargo de quién, que sí lo sé. Cuando lo trasladé hasta mi domicilio, le pedía el favor a un amigo, por desgracia fallecido prematuramente, y lo transportamos tapado con una sábana y con mucho cuidado en su furgoneta. Ya en casa, mi amigo me dijo que el cuadro estaba bien, pero que debería cambiarle el marco por parecerle bastante oscuro. Según él, quedaría mejor con un marco dorado. Después de mucho pensarlo, lo dejé tal como estaba. Cuando se hereda algo, entiendo que ha de ser con todas sus consecuencias. Y así sigue, sobre el cabecero de mi cama. Por asociación de ideas recordé un artículo de Ortega, “Marco, traje y adorno”, que había leído poco antes. En aquel artículo, su autor decía que “viven los cuadros alojados en sus marcos. Esa asociación de marco y cuadro no es accidental. El uno necesita al otro. Un cuadro sin marco tiene el aire de un hombre expoliado y desnudo. Su contenido parece derramarse por los cuatro lados del lienzo y deshacerse en la atmósfera”. Tenía razón Ortega. Un poco más adelante, su autor se preguntaba sobre el instinto que indujo al indio a ponerse una pluma sobre su cabeza. “Sin duda -decía- el instinto de llamar la atención”. Y aclaraba que “la pluma fue un acento y el acento no se acentúa a sí mismo, sino la letra bajo él”. La conclusión de Ortega era que “no solemos ver un marco más que cuando lo vemos sin cuadro en casa del ebanista; esto es, cuando el marco no ejerce su función, cuando es un marco cesante”. ¿Acaso alguien recuerda el marco de un determinado cuadro expuesto en el Museo del Prado?  Supongo que no.

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