Poseo un retrato pintado al óleo que heredé de mis
padres y que, antes, había estado en casa de mis abuelos. No importa quién lo
pintó o por encargo de quién, que sí lo sé. Cuando lo trasladé hasta mi
domicilio, le pedía el favor a un amigo, por desgracia fallecido
prematuramente, y lo transportamos tapado con una sábana y con mucho cuidado en
su furgoneta. Ya en casa, mi amigo me dijo que el cuadro estaba bien, pero que
debería cambiarle el marco por parecerle bastante oscuro. Según él, quedaría
mejor con un marco dorado. Después de mucho pensarlo, lo dejé tal como estaba.
Cuando se hereda algo, entiendo que ha de ser con todas sus consecuencias. Y
así sigue, sobre el cabecero de mi cama. Por asociación de ideas recordé un
artículo de Ortega, “Marco, traje y adorno”, que había leído
poco antes. En aquel artículo, su autor decía que “viven los cuadros alojados
en sus marcos. Esa asociación de marco y cuadro no es accidental. El uno
necesita al otro. Un cuadro sin marco tiene el aire de un hombre expoliado y
desnudo. Su contenido parece derramarse por los cuatro lados del lienzo y
deshacerse en la atmósfera”. Tenía razón Ortega. Un poco más adelante, su autor
se preguntaba sobre el instinto que indujo al indio a ponerse una pluma sobre
su cabeza. “Sin duda -decía- el instinto de llamar la atención”. Y aclaraba que
“la pluma fue un acento y el acento no se acentúa a sí mismo, sino la letra
bajo él”. La conclusión de Ortega era que “no solemos ver un marco más que
cuando lo vemos sin cuadro en casa del ebanista; esto es, cuando el marco no
ejerce su función, cuando es un marco cesante”. ¿Acaso alguien recuerda el
marco de un determinado cuadro expuesto en el Museo del Prado? Supongo que no.
No hay comentarios:
Publicar un comentario