lunes, 25 de enero de 2021

Elogio del vino rancio

 



Recuerdo haber visto en muchos pueblos de la ribera del Jalón botellas de vino en los tejados de sus casas. Estaban dormidas en los surcos de las tejas para intentar conseguir un vino rancio y acelerar su graduación. En ocasiones, un amigo de La Almunia de doña Godina me solía regalar una de aquellas botellas de cosecha propia. La llevaba a casa con sumo cuidado, le ponía lacre sobre el tapón de corcho y de inmediato le abría una ficha  en la que hacía constar su procedencia, la clase de uva y el año de la vendimia. Y aquella ficha la colgaba con un cordel al cuello de la botella, que en su interior conservaba una mancha indeleble por los taninos en la zona de la pared del cristal donde había reposado. Se me antojaba como un tesoro; mejor aún, como estar en posesión de un incunable. Pero lo que son las cosas, nunca decidía descorcharla. Me conformaba con mirarla y observar al trasluz si iban aumentando los posos sedimentados. Al final terminaba por regalársela a otro amigo por su cumpleaños. Y siempre sucedía lo mismo: a los pocos días me arrepentía de haber tenido aquel arranque desinteresado. Pensaba que podría haberle regalado un libro de Joseph Conrad, o un LP de Los Sirex. Lo peor de todo, si cabe, es que aquel amigo jamás me dijo si el vino le había gustado ni yo me atrevía a preguntárselo. Hasta que un día, no hace mucho, pude leer en Diario de Valladolid que tres bodegas de la denominación de origen “Rueda” elaboran un vino dorado que fue preferido en la corte de los Reyes Católicos. En una campa, muchísimas damajuanas dormían una especie de “sueño eterno” hasta conseguir la necesaria oxidación por el sol. Aquellos vinos blancos, casi cristalinos, se transformaban en unos vinos dorados y secos, con una graduación alcohólica superior a los 15 grados. Pasado un tiempo, aquellos vinos se trasladaban a barricas de roble donde permanecían al menos durante dos años antes de su comercialización. Su sabor se asemejaba de alguna manera al de los vinos de Jerez. En una bodega de Rueda (de las tres que comercializan ese tipo de vino: De Alberto, en Serrada; Félix Lorenzo, en Pozaldez; y Cuatro Rayas, en La Seca) se conserva una etiqueta de 1942 donde puede leerse: “Vinos olorosos de Tierra de Medina Amontillado Carrasviñas”. Se vendimian dos variedades por separado: el palomino sobre la primera semana de septiembre; y más tarde, el verdejo. Carmen San Martín, gerente de bodegas De Alberto, contaba a ese diario vallisoletano que mantienen el mismo método desde hace 70 años, ya que de cada barrica se retira sólo un 10% y se añade la misma cantidad con otro vino”. Parecido a lo que hacen más abajo del Despeñaperros (Bezpaña Perros, o Extremo de España), que así se denomina ese desfiladero desde la Batalla de las Navas de Tolosa.

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