viernes, 29 de enero de 2021

Noche serena

 

                                            

S e hace tarde. El articulista enfunda la pluma, cambia la hoja del taco de calendario y decide marcharse a dormir. Llega un momento de la noche en el que no se sabe discernir entre la verdad y la invención. En el pasillo, tal vez por el sueño acumulado, por circular medio a oscuras por los meandros del pasillo, o por ambas cosas a la vez, siempre se sacude un golpe doloroso en la rodilla con el bargueño toledano que le compró a un canónigo de Calatayud.  Es un mueble de esquinas afiladas,  como un morlaco con malas intenciones. El escritor de hojas volanderas piensa que habría que cambiar el mueble de sitio para evitar morir desangrado como José Delgado Guerra, más conocido como Pepe-Hillo cuando le embistió Barbudo, aquel séptimo toro negro zaíno que le cayó en suerte, procedente de la ganadería de José Gabriel Rodríguez Sanjuán, de Peñaranda de Bracamonte. Está enterrado en la madrileña iglesia de san Ginés,  donde cristianaron a Francisco de Quevedo. En esta vida hay que estar siempre a la recíproca. Ya metido en la cama, el escritor apaga la lamparilla y observa en el techo unas rayas que proyecta la luz de las farolas de la calle en su cruce con las ranuras de la persiana. Son lo más parecido a aquellos cuadernos de una línea que utilizaba de niño en la escuela para no torcerse en su caligrafía de plumín y tintero, con mayúsculas rimbombantes. Pero, pese a ello, el educando nunca consiguió tener una letra de fuste, sino todo lo contrario. Un día encontró en una librería de lance el librito “Miscelánea general de documentos”, de Esteban Paluzíe, edición de 1936, se lo llevó a su casa y comenzó a leerlo. Allí se indicaba, por ejemplo, como saber redactar una carta de recomendación, una esquela mortuoria, un resguardo de depósitos, un contrato de inquilinato, escritura de arras, o de retroventa, etcétera. Se incorporaban diferentes tipos de letras. Aquel curioso libro de tapas de cartoné duerme olvidado en uno de los cajones de la mesilla de noche junto a un microsurco con romanzas de Renato Cesari que se trajo de un viaje fugaz a Andorra, un  cartabón de madera, un pañuelo chinesco y una vieja caja de cerillas de la Fosforera del Carmen, de Tarazona. Todo tan inútil como el viejo bargueño toledano del pasillo, que se le antoja al articulista como un toro manso y corniveleto repuchado en tablas.

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