S e hace tarde. El articulista enfunda la
pluma, cambia la hoja del taco de calendario y decide marcharse a dormir. Llega
un momento de la noche en el que no se sabe discernir entre la verdad y la
invención. En el pasillo, tal vez por el sueño acumulado, por circular medio a
oscuras por los meandros del pasillo, o por ambas cosas a la vez, siempre se
sacude un golpe doloroso en la rodilla con el bargueño toledano que le compró a
un canónigo de Calatayud. Es un mueble
de esquinas afiladas, como un morlaco
con malas intenciones. El escritor de hojas volanderas piensa que habría que
cambiar el mueble de sitio para evitar morir desangrado como José Delgado Guerra, más conocido como Pepe-Hillo cuando le embistió Barbudo, aquel séptimo toro negro zaíno
que le cayó en suerte, procedente de la ganadería de José Gabriel Rodríguez Sanjuán, de Peñaranda de Bracamonte. Está
enterrado en la madrileña iglesia de san Ginés, donde cristianaron a Francisco de Quevedo. En esta vida hay que estar siempre a la
recíproca. Ya metido en la cama, el escritor apaga la lamparilla y observa en
el techo unas rayas que proyecta la luz de las farolas de la calle en su cruce
con las ranuras de la persiana. Son lo más parecido a aquellos cuadernos de una
línea que utilizaba de niño en la escuela para no torcerse en su caligrafía de
plumín y tintero, con mayúsculas rimbombantes. Pero, pese a ello, el educando
nunca consiguió tener una letra de fuste, sino todo lo contrario. Un día
encontró en una librería de lance el librito “Miscelánea general de documentos”, de Esteban Paluzíe, edición de 1936, se lo llevó a su casa y comenzó a
leerlo. Allí se indicaba, por ejemplo, como saber redactar una carta de
recomendación, una esquela mortuoria, un resguardo de depósitos, un contrato de
inquilinato, escritura de arras, o de retroventa, etcétera. Se incorporaban
diferentes tipos de letras. Aquel curioso libro de tapas de cartoné duerme
olvidado en uno de los cajones de la mesilla de noche junto a un microsurco con
romanzas de Renato Cesari que se
trajo de un viaje fugaz a Andorra, un cartabón
de madera, un pañuelo chinesco y una vieja caja de cerillas de la Fosforera del Carmen, de Tarazona. Todo
tan inútil como el viejo bargueño toledano del pasillo, que se le antoja al
articulista como un toro manso y corniveleto repuchado en tablas.
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