Llevamos ya días escuchando a los metorólogos las
consecuencias de la borrasca Filomena.
Y la televisión nos adelanta las nevadas que pueden precipitarse sobre gran
parte de España. Yo no sé a quién se le ocurrió poner nombres a las borrascas.
La que amenaza ahora se llama, como digo, Filomena, variante de Filomela, que para
la Iglesia Católica fue una virgen romana martirizada en el siglo III,
canonizada en 1837 por Gregorio XVI.
Pero el mito de Filomena (Filomela) queda perfectamente narrado en la versión de Enríquez de Arana en la primera parte de “El cisne andaluz”, titulado “A
la fábula de Progne y Philomela. Endecasylabos.”, que, como aclara Antonio María Martín Rodríguez en su
ensayo “Las endechas “A fábula de Progne
y Filomena. De Gonzalo Enríquez de Arana (Montilla, (1661-1738)” editado en
Revista de Estudios Latinos (4, 2004,
pp. 177-197), “se
trata de endecha endecasílaba
o real, compuesta por tres versos heptasílabos y
otro endecasílabo, que forma asonancia con el segundo. El poema consta de un
total de 80 versos susceptibles de dividirse en veinte estrofas de cuatro. Se
mantiene la rima asonante e-o
en los versos pares a lo largo de todo el poema, con excepción del verso 30”.
Comienza: “Con el poeta Ovidio/ decir un
cuento quiero,/ o una fábula, que/todo es uno; y así, vaya de cuento./ Era una
madama/ rica y en tanto extremo/ cruel, que en ella estubo (sic)/ de sobra el
tener zelos (sic) para serlo…”. Pero Filomena también fue la mujer de un
factor de noche de la Renfe que cuando no tenía vino bebía vinagre. Una
mañana la encontraron muerta junto a una señal de enclavamiento. Había
tropezado en el balasto de la vía cuando iba al corral a echar comida a las
gallinas y se había tronchado la cabeza. Un traspié lo tiene cualquiera.
--¿Sabría decirme si murió en acto?
--No, hasta ahí no llego.
Filomena
Galende Notivol, que así se llamaba la difunta, anque todos la conocían como Filo, fue
enterrada en Muñogalindo, en la Sierra de Ávila, por deseo de unos familiares
que llegaron en un automóvil verde de aquellos que llamaban “rubias”. A su
marido le quedó un temblor que se le agudizaba cada vez que echaba aceite al
farol de maniobras en la lampistería. Cuando se jubiló, se marchó a Tarancón y
se le perdió la pista.
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