martes, 2 de febrero de 2010

Mejor no jubilarse

Esto de las jubilaciones a los 67 años es bueno y malo a la vez. Mi abuelo materno se jubiló a los 70 sin ningún trauma. Sin embargo, mi abuelo paterno dejó La Habana con cuarenta y pocos años, volvió a España y vivió alegre y contento de las rentas hasta que Fidel Castro le cerró el grifo de las divisas. Mi abuelo materno trabajaba en el Banco de España. Mi abuelo paterno se sentaba todas las mañanas en el vestíbulo del banco de la esquina, en el que tenía depositados sus ahorros, junto a unos indianos con traje de rayadillo, para charlar un buen rato sobre los recuerdos de Cuba. Eran dos formas diferentes de entender la vida. Si les digo la verdad, no sé cuál de ellos fue más feliz, si uno trabajando en el despacho, o el otro recordando el Malecón, los almacenes El Encanto y La Casa de la Troya y los mojitos de La Bodeguita del Medio. Jubilarse a los 67 años le permite al futuro cesante poder dedicar menos tiempo a ver obras municipales, a ponerse el chándal para ir al parque a jugar a la petanca, o a viajar con el Imserso en temporada baja a Mar Menor, en Murcia. Si no se contemplan obras municipales con ruido de compresor, lo gana el oído; si no se puede jugar a la petanca, mejor que mejor, que es deporte raro y que sólo gusta a los franceses; y, si no se puede viajar con el Imserso, seguro que evitaremos que en los descansos, a la hora de la siesta, nos inviten a comprar mantas zamoranas o sartenes donde no se pega la tortilla de patata. La jubilación, que viene de júbilo, puede llegar a convertirse en un coñazo diario. La nuera te anima a que salgas a orearte para que ella pueda limpiar; los compañeros de banco del parque te dan la monserga con sus achaques y con el precio de los pisos; los ciclistas te pasan rozando a toda velocidad por las aceras; y, por si ello fuera poco, siempre te toca quedarte con los nietos cuando sus padres se largan de sábado noche. Si les digo la verdad, la jubilación hay que retrasarla hasta que el cuerpo nos descalifique. Más vale que la muerte nos pille con las botas puestas y el casco protector sobre el colodrillo antes que tener que oficiar de canguro cada fin de semana.

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