Uno, que sabe lo que sabe y que no está obligado a conocer más de lo que conoce, salvo que un día decida opositar a guarda forestal o a secretario de ayuntamiento de pueblo sin enfermería, siempre entendió, por lo que observa, escucha y siente, que el ministro de Economía entendía de números y de presupuestos, de la misma manera que el ministro de Fomento juzgaba cómo y cuándo sería oportuno hacer el trazado de una vía de ferrocarril, una carretera, o un pantano. Pues no. En España las cosas funcionan de otra manera. El ministro de Economía, en este caso la ministra Elena Salgado, se dedica a subirnos el precio del tabaco, por considerar que es muy malo para la salud. Ahí le sale el ramalazo de cuando fue ministra de Sanidad y se hizo la foto en “Vogue”. Y el ministro de Fomento, en este caso José Blanco, se consagra en cuerpo y alma a proclamar a la rosa de los vientos que en España los impuestos que pagamos son bajos y que es necesario subirlos para acercarnos más a Europa.
Aquí solo falta ya que la ministra de Igualdad nos confeccione los Presupuestos Generales del Estado durante la próxima década, y que José Blanco, por imitar a don José Echegaray, se dedique a dar conferencias sobre problemas de geometría plana, o a recomendar a los maestros que en las escuelas se tome “El gran Galeoto” como libro de lectura para niños. Es un drama en verso, pero no importa. En este país, sobre el que dijo Alfonso Guerra que “no lo va a reconocer ni la madre que la parió”, ya se está cumpliendo su profecía. Los ministros cambian de papeles y la princesa de Asturias ha salido contestona. Como señala Jaime Peñafiel en el periódico digital “República de las Ideas”, “siempre parece ser ella, por su protagonismo, la titular y el príncipe, el consorte”. Vamos, que por el mar corren las liebres y por el monte las sardinas, tralará…
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