Acertó Felipe González cuando
dijo poco después de abandonar La
Moncloa que se sentía como un jarrón chino en un apartamento
pequeño: “Se supone que tienen valor y nadie se atreve –dijo- a tirarlos a la
basura, pero en realidad estorban en todas partes”. Por un R. D. de 1992 gozan
de tratamiento de presidente, se adscriben a su servicios dos puestos de
trabajo de libre designación, disponen de una dotación para gastos de oficina,
secretaria, alquileres de inmuebles; un automóvil de representación de alta
gama con conductores dependientes del Estado, los servicios de seguridad que les asigna el
Ministerio del Interior, el derecho de libre pase en las compañías de transportes
terrestres, marítimos y aéreos regulares del Estado, una pensión vitalicia que
ronda los 75.000 euros anuales y el derecho a formar parte de forma permanente
en el Consejo de Estado con otro sueldo no menos importante. A partir del día
19, el rey Juan Carlos y su consorte seguirán usando el privilegio de ser
llamados reyes con tratamiento de majestad (rey don Juan Carlos y reina doña
Sofía), en el orden protocolario irán detrás de la hija menor de Felipe VI,
continuarán viviendo en la
Zarzuela, serán aforados de por vida y dispondrán de un
sueldo y de unas guindaleras (ahí cabe todo) todavía sin especificar. El rey
cesante ya no será un jarrón chino, como parece el caso de los expresidentes de
Gobierno, sino un lastre del tamaño de King Kong que deberemos asumir todos los
españoles con nuestros impuestos. Y todo ello en una España arruinada, con seis
millones de parados, una deuda pública que casi alcanza el 100% del PIB y unos
datos aportados por Cáritas capaces de hacernos estremecer. Un país, digo,
donde este verano deberán seguir abiertos muchos comedores de colegios públicos
para que gran parte del alumnado procedente de familias con pocos posibles
pueda comer caliente, aunque sólo sea una vez al día. Yo no sé si los
expresidentes serán jarrones chinos y si los reyes cesantes serán vitrinas de
trofeos, pero esa es la España
que deja el largo reinado de Juan Carlos
I, con más sombras que luces, impuesto por un dictador que quería dejarlo todo
“atado y bien atado”. Sí, atado, pero con el lazo de Lambán.
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