Convertir el aragonés, que proviene del latín vulgar, en
lengua vehicular en la enseñanza obligatoria,
como así parece que tiene intención de llevar a cabo el PSOE con el
apoyo de Podemos y Chunta Aragonesista, se me antoja como un disparate político
de primer orden y una pérdida de tiempo lamentable para los educandos. Esa
lengua romance, que sólo hablan alrededor de 10.000 ciudadanos en determinados
enclaves de la provincia de Huesca (ansotano, cheso, belsetán, panticuto, chistabín, patués y
ribagorzano o estadillano) y que “desapareció del Reino de Aragón a partir de
la castellanización a la que voluntariamente se acogieron los sectores nobles y
cultos con la llegada de la dinastía de los Trastámara en el siglo XV”, como bien
señala Cristian Marco Villanueva en
un trabajo de fin de carrera de su Licenciatura de Humanidades (junio de 2012),
intenta ahora renacer de sus propias cenizas en la futura Ley de Lenguas. Ya con Felipe II, al reformar los Fueros de Aragón a principios del siglo
XVI, la presencia del aragonés en los escritos oficiales quedó prácticamente
erradicada en favor del castellano. Como bien señala Marco en su excelente
trabajo, “las gentes de los valles donde sobrevivía el aragonés eran gentes que
prácticamente no se movían de su entorno más cercano. Los viajes a las ciudades
más próximas, como Huesca o Barbastro, podían suponer larguísimas jornadas en
burro y eran contadísimas las ocasiones en las que acometían esos viajes”. (…)
“Sí que hubo, a partir del siglo XVIII una tradición lexicográfica que quería
recoger las voces aragonesas para enriquecer la lengua castellana. Así, ya a
principios de aquel siglo, entre 1714 y 1715, el académico de la Lengua Española José Siesso de Bolea elaboró el
Borrador de un Diccionario de voces
aragonesas con el objetivo de incluirlas en el primer Diccionario de la Real Academia de la Lengua (Diccionario de
autoridades) que se publicó durante los años 1726- 1739. Y durante el siglo XIX
continuó esa tradición lexicográfica. Así en los primeros años del siglo
aparece un anónimo Diccionario de
aragonés, y en 1836 aparece el Ensayo
de un diccionario aragonés-castellano de Mariano Peralta, seguido en 1859 del Vocabulario de voces aragonesas de Jerónimo Borao”. En 1976 se crea en Zaragoza el Consello d’a fabla aragonesa, “una
asociación cultural, no legalizada hasta 1978, de defensa y promoción de la
lengua aragonesa en todas sus variedades dialectales. La asociación, presidida
por Francho Nagore, inició
rápidamente varias acciones de promoción y divulgación de la lengua en la
sociedad aragonesa, básicamente a través de la impartición de cursos de
aragonés, a la vez que intentó avanzar en el terreno de la unificación
lingüística con el objetivo de crear un aragonés supradialectal. En 1977 Andolz
finalizó su Diccionario Aragonés
y Francho Nagore publicó la Gramática de la lengua aragonesa, obra que
pretendían servir de base al intento del aragonés común. Al año siguiente se
publica la revista Fuellas d´informazión
d´o Consello d´a Fabla Aragonesa,, que recogía estudios, textos,
vocabularios y todo lo relacionado con el incipiente aragonés común o con
cualquiera de sus variedades. Ese mismo año (cuando Aragón entra ya en un
régimen preautonómico) se produjo la legalización de esa asociación y su
traslado de la sede de Zaragoza a Huesca, desde donde se inició una campaña de
charlas y actos en diversas poblaciones de la provincia para que se fuesen
estableciendo en ellas secciones comarcales llamadas roldes. Y así, durante los años posteriores, se desplegó una
intensa campaña en el territorio que incluía el desarrollo constante de ese
nuevo aragonés estandarizado que no llegaba a estabilizarse del todo, pero que
se vio refrendada en 1982 con la aprobación del Estatuto de Aragón, que dio paso a la Comunidad Autónoma de Aragón y que incluía en su artículo 7 una vaga referencia a la
protección de la lengua”. (…) “Pese a ese reconocimiento formal, el movimiento
aragonesista en general no se hizo demasiado eco de las demandas que se
promovían desde O Consello d’a fabla.
Para los intelectuales de Zaragoza, que incluía a cantautores como Labordeta o Carbonell o editores de revistas como Andalán, aquellas reivindicaciones sobre la nueva lengua o las
lenguas pirenaicas no pasaban de lo folclórico y aquella defensa de un nuevo
aragonés supradialectal quedó ligada a un grupo concreto de personas, que
patrimonializaban esa lengua en formación y a una ideología de izquierdas,
circunstancias que imposibilitaron un apoyo más amplio de otros sectores de la
sociedad y de la política”. En fin, por resumir: de poco servirá la voluntad
política de la Izquierda
en hacer vehicular en la enseñanza obligatoria ese dialecto, casi convertido en
reliquia, si falta el necesario consenso en las Cortes de Aragón. Cosa distinta
es que la fabla aragonesa siga interesando a los filólogos como fuente de
inspiración en el proceso de tesis doctorales y a un grupúsculo de nostálgicos
trasnochados que todavía ven futuro hasta en el esperanto, y que me perdone el
oftalmólogo polaco Zamenhof. Pero
esa es otra historia.
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