Escalofrío
A tres días del 20 de noviembre, leo en el diario Público que “al menos 16 misas honrarán la memoria de Franco en todo el Estado”. La primera,
mañana en Córdoba. Ya hace tantos años del fallecimiento de ese militar como
los años que se mantuvo como jefe del Estado como consecuencia de un inicial
golpe de militares africanistas y una guerra civil cruentísima. Los que ya
peinamos canas, tenemos fijada en la mente
palabras del argot médico como tromboflebitis
o heces en forma de melena, así como
unas fotos hechas por su yerno, el marqués de Villaverde, mientras su suegro
agonizaba lleno de tubos en La Paz
y que una revista publicó. ¡Qué vergüenza!
Muchos madrileños desfilaron por el Salón
de Columnas del Palacio Real, se plantaron delante de su féretro e hicieron
ante las cámaras y ante el muerto las más ridículas expresiones de afecto y los
más dispares aspavientos. Pocos días antes de su muerte, un taxista madrileño
hasta ofreció uno de sus riñones al Caudillo. Y tras su muerte, ya avanzada la madrugada,
apareció en televisión un Arias Navarro
lloroso para contar entre pucheros serviles a los españoles con insomnio que
Franco había muerto. Y unos gimotearon con la noticia y otros descorcharon
botellas de cava. De inmediato se formó un Consejo
de Regencia ese mismo día 20, formado por el presidente de las Cortes Alejandro Rodríguez de Valcárcel, el
arzobispo de Zaragoza Pedro Cantero
Cuadrado y el teniente general del Aire Ángel
Salas Larrazábal, que duró hasta la proclamación de Juan Carlos de Borbón y Borbón Dos Sicilias como Rey de España dos
días más tarde. Y de aquel tipo, hasta entonces Príncipe de España, viendo hoy,
cuarenta años después, las fotos para la Historia, aparecía el Sucesor de lo “atado y bien atado” en el proscenio de las entonces llamadas
Cortes Españolas con vestimenta de capitán general y cara de susto, se
supone que sabedor de la que le venía encima al que por aquellos días la
derechona más recalcitrante llamaba Juan
Carlos El Breve. Y ese mismo día, el dictador era depositado en el Valle de los Caídos y enterrado detrás
del Altar Mayor de la
Basílica bajo una losa de granito de 1.500 kilos. En todos
los colegios del Estado se colocó un póster con su “Testamento
político”, donde Franco hacía referencia al Catolicismo; y al “perdón”,
¡qué sabía él de perdón!, definiendo a sus enemigos como “enemigos de España y
de la civilización cristiana”. Tiempo después, en junio de 2007, el cirujano Juan Abarca, testigo de la agonía de
los últimos días de dictador, presentaba su libro “Cinco litros de sangre”, prologado por Francisco Umbral. Y ahí señalaba que “el enfermo no fue operado
correctamente”. Abarca, al referirse a Manuel
Hidalgo Huerta, que operó a Franco de una gastritis hemorrágica, señala que
éste “optó por resecar nada más que una parte del estómago, aproximadamente un
30 por ciento, cuando lo correcto hubiese sido una resección total o
extirpación. Las posibilidades de vivir hubiesen sido muy altas, ya que en
aquella época las estadísticas de fallecimiento por úlcera de duodeno perforada
debían estar sobre un 3 por ciento”. En otro momento del libro, Abarca aclaraba
que “cuando el dictador enferma todos los síntomas parecían cardíacos y, sin
embargo, los médicos sabemos que hay procesos del aparato digestivo, como las
perforaciones de úlceras, en las que sale el aire y comprimen el diafragma
sobre el corazón, haciendo que parezca un infarto de miocardio”. Y tras su
entierro, Franco quedó en la
Historia para siempre. Pero, a mi entender, no precisamente
para bien. Cada vez que me acerco a Collado-Villalba, que lo hago con
frecuencia, y contemplo a lo lejos la elevada Cruz de los Caídos sobre el
paraje de Cuelgamuros en el macizo de
Guadarrama siento una especie de escalofrío que me recorre todo el cuerpo. No
lo puedo evitar. No sé cuándo acabará esta pesadilla.
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