Cada vez que voy a Collado Villalba veo de inmediato el
impresionante Guadarrama y la crecida cruz
del Valle de los Caídos. Y cuando me despierto por las mañanas y levanto la
persiana vuelvo a verlo. Es como el dinosaurio en el cuento de Augusto Monterroso. Sólo deja de percibirse la cruz cuando cambia
el tiempo y una bruma densa se extiende por la sierra como una mortaja. Ahora,
cuando vuelva por allí, seguiré viendo el mismo paisaje y la misma cruz pero
tendré la seguridad de que Franco ya
no está en el interior de ese santuario como el gusano dentro de una manzana huera.
Ha costado conseguir echar al inquilino
momificado, al que hubo que coserle la manga de la guerrera al pantalón para
que con el rígor mortis no pudiese
levantar el brazo derecho después de muerto, como sucedía con el miembro viril de
“Don Andrés octogenario” en la
canción de Krahe. Ya sólo falta que José Antonio cambie de lugar y pase del
suelo del altar mayor a un lugar con menos protagonismo, es decir, el sitio donde
se hallan los huesos de miles de fascistas y republicanos que nadie alcanza a
ver en su visita a la catacumba. Sólo de esa manera podrán cicatrizarse las
heridas que produce el recuerdo de tanta muerte inútil. Nunca es fácil el
olvido, menos aún cuando miles de cadáveres continúan en las cunetas, en las
tapias de los cementerios y en pozos de difícil acceso, como son los casos de
Caudé (Teruel), de Siétamo (Huesca), o en la planicie de la sierra de Pándols
(Tarragona). Lo de José Antonio es distinto. Lo fusilaron en Alicante, estuvo
en una fosa común de la cárcel, donde dos años después lo trasladaron al nicho
515 del cementerio de Nuestra Señora de los Remedios. Terminada la guerra civil,
el 19 de noviembre de 1939, se exhumó su cadáver y se decidió trasladar sus
restos a El Escorial en el mismo ataúd, ahora cubierto de terciopelo negro, en
una serie de etapas que duraron diez días por falangistas y en turnos de 10
kilómetros de recorrido, siempre subido en andas y entre salvas de fusilería.
Durante ese tiempo se decretó luto nacional. Por las noches caminaron con
antorchas por pueblos silentes. El día 28 de noviembre la comitiva llegó a
Aranjuez y luego a Madrid, dónde el fúnebre cortejo atravesó la Gran Vía hasta
la Plaza de España. Allí fue recibido por las autoridades. Dos días después, el
30 de noviembre, su féretro penetraba en
el Monasterio siendo recibido in situ por Franco. Y allí, a los pies del
altar mayor, permaneció hasta el 31 de marzo de 1959, un día antes de la inauguración
oficial de la cripta perforada en Cuelgamuros. Y los restos de José Antonio tuvieron
que recorrer 14 kilómetros hasta su destino definitivo a paso de caracol; es
decir, a 3 kilómetros por la hora. Los relevos se hicieron cada 100 metros. Una
vez enterrado el Ausente, el abad
mitrado benedictino, Justo Pérez de
Urbel (verdadero nombre, Justo Pérez
Santiago) ofició una misa de réquiem. Lo de “Urbel”, sin acento, tal vez se
debiese a que ese abad había nacido en 1895 en Pedrosa de Río Úrbel (Burgos).
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