No entiendo
la razón por la que en España se consume tanta agua mineral embotellada ¡en
plástico! disponiendo, como de hecho disponemos, de esa maravilla de la
termodinámica que es el botijo. Recuerdo cuando estuve en Sevilla. En todos los
quioscos de prensa que había por la calle solía haber sobre la pequeña repisa
que separaba al quiosquero del público un botijo -ellos decía búcaro- para
aliviar el secaño. Pasabas por allí, tomabas un trago del botijo y le dabas
unas monedas de poco valor al dueño del quiosco en agradecimiento. Como contaba
Yanko Iruin, catedrático de Química
de la Universidad del País Vasco, en su blog: “La arcilla del botijo es un
material poroso que permite que el agua del interior tenga una cierta tendencia
a exudar hacia el exterior. Una vez que alcanzan la superficie, esas gotas
externas de agua se evaporan y provocan que se enfríe el agua de su interior”.
Y ponía el ejemplo de alguien cuando sale de la piscina y nota frío mientras
permanece mojado. O la misión del sudor, que no es otra que la de refrescar el
cuerpo. El españolísimo botijo siempre estuvo presente y a la vista de todos
amarrado a la baca de aquellos coches grandotes y negros que usaban las
cuadrillas de los toreros para sus desplazamientos de plaza en plaza. Cumplía dos
misiones principales: calmar la sed de los sufridos ocupantes y, ya en la plaza
de toros, regar la bamba de la muleta los días de viento. El mozo de espadas,
con gran tino, dejaba el agua correr por el pitorro sobre ese arte de engaño
con gran maestría y acierto mientras el maestro, con una de sus piernas flexionadas,
sujetaba la muleta por el estaquillador.
El botijo, como decía no recuerdo quién, es el I+D de la imaginación. Se divide
en cuatro partes: cuerpo, pitorro, asa y boca, y lo mejor de todo: no tiene
obsolescencia programada. Dura hasta que se rompe, como el amor, de tanto
usarlo. Los hosteleros están nerviosos. También, la Asociación Nacional de Empresas de Aguas de Bebida Envasada
(Aneabe), que factura 1.200 millones de euros al año. Saben que pronto deberán
servir una jarra de agua del grifo, por ley, cuando el cliente se la solicite. Yo,
mucho más práctico, propongo que se ponga en medio de la mesa de los comensales
un botijo con agua fresquita. Es más español, más torero y divertido para esos
80 millones de turistas que nos visitan cada año. Como lo eran aquellos porrones
de vino tinto o clarete que nunca faltaban en la mesa de los clientes en el Restaurante Rogelio, en Calatayud. Seguro
que mi amigo Antonio Sánchez Portero,
de excelente memoria, sabe de qué hablo y se acordará de los viejos tiempos de
la hostelería bilbilitana, cuando la carretera que unía Madrid con La Junquera
transcurría paralela al Paseo.
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