domingo, 7 de junio de 2020

Como mesa de relojero



Decía Julio Camba: “Existen dos clases de libros: unos que se leen y que, por regla general, no se conservan, y otros que, si se conservan, es precisamente porque nadie ha sido capaz de leerlos todavía”. Se nota enseguida, cuando vamos a una casa, si los libros  se leen o están perfectamente colocados para que hagan juego con los muebles. Estos últimos sueles ser con tapas de cartoné, de lomos dorados, muy bien editados y que suelen hacer referencia a paisajes españoles, a museos célebres, a la pintura a través de los tiempos, a la España misteriosa o a la cocina tradicional, por decir algo. Antes, los entregaban las cajas de ahorros en determinadas fechas y algunos bancos a sus accionistas antes de las juntas. Digo antes, porque hoy las cajas de ahorro se han convertido en usureros bancos; y ya se sabe, los bancos no dan ni un celemín sino al contrario, es decir, que cada día se inventan nuevos recargos, ya no pagan intereses y  cobran comisiones hasta por ingresar un cheque si es de otra entidad. Pues bien, los más pudientes hasta tienen el “Espasa” completo que llena toda una pared de la sala, un piano heredado que no saben tocar pero adorna,  unas estanterías con unas figurillas como sacadas del Museo del Mal Gusto, y unos óleos en las paredes pintados por un pariente por parte de madre que murió de unas purgaciones de garabatillo cuando ejercía de camarero de mesas en el cabaret New York de la calle Escudillers, en Barcelona. El lector, como digo, tiene infinidad de libros en ediciones de bolsillo, muchos de ellos con marcas de papel entre sus páginas y colocados de cualquier manera donde existe un hueco. Pero ese lector siempre sabe dónde se encuentra cada ejemplar cuando lo busca, por muy desordenados que los tenga y por mucho polvo que tengan encima. Siempre recordaré el día que Antonio Fernández Molina me invitó a acompañarle a su casa en la zaragozana calle de Zurita. Tenía libros hasta en el largo zócalo del pasillo. Me regaló “Solo de trompeta”, en edición de “Los libros de doña Berta” y le añadió dedicatoria. Lo conservo como un tesoro, pero no sabría decirles en qué balda. Los libros de mi casa son como la mesa de un relojero.

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