Decía Julio
Camba: “Existen dos clases de libros: unos que se leen y que, por regla
general, no se conservan, y otros que, si se conservan, es precisamente porque
nadie ha sido capaz de leerlos todavía”. Se nota enseguida, cuando vamos a una
casa, si los libros se leen o están
perfectamente colocados para que hagan juego con los muebles. Estos últimos
sueles ser con tapas de cartoné, de lomos dorados, muy bien editados y que
suelen hacer referencia a paisajes españoles, a museos célebres, a la pintura a
través de los tiempos, a la España misteriosa o a la cocina tradicional, por
decir algo. Antes, los entregaban las cajas de ahorros en determinadas fechas y
algunos bancos a sus accionistas antes de las juntas. Digo antes, porque hoy
las cajas de ahorro se han convertido en usureros bancos; y ya se sabe, los
bancos no dan ni un celemín sino al contrario, es decir, que cada día se
inventan nuevos recargos, ya no pagan intereses y cobran comisiones hasta por ingresar un cheque
si es de otra entidad. Pues bien, los más pudientes hasta tienen el “Espasa” completo que llena toda una
pared de la sala, un piano heredado que no saben tocar pero adorna, unas estanterías con unas figurillas como
sacadas del Museo del Mal Gusto, y unos óleos en las paredes pintados por un
pariente por parte de madre que murió de unas purgaciones de garabatillo cuando
ejercía de camarero de mesas en el cabaret New
York de la calle Escudillers, en Barcelona. El lector, como digo, tiene
infinidad de libros en ediciones de bolsillo, muchos de ellos con marcas de
papel entre sus páginas y colocados de cualquier manera donde existe un hueco.
Pero ese lector siempre sabe dónde se encuentra cada ejemplar cuando lo busca,
por muy desordenados que los tenga y por mucho polvo que tengan encima. Siempre
recordaré el día que Antonio Fernández
Molina me invitó a acompañarle a su casa en la zaragozana calle de Zurita.
Tenía libros hasta en el largo zócalo del pasillo. Me regaló “Solo de trompeta”, en edición de “Los libros de doña Berta” y le añadió
dedicatoria. Lo conservo como un tesoro, pero no sabría decirles en qué balda.
Los libros de mi casa son como la mesa de un relojero.
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