Leyendo hoy a
Antonio Burgos en
ABC de Sevilla me entero de que en los
restaurantes hispalenses ya no te entregan la carta cuando decides sentarte a
la mesa, que sobre el mantel existe un
código
QR de pequeño tamaño para poder ser leído a través del teléfono móvil, en
el supuesto, claro está, de que el comensal lleve móvil y esa aplicación de
lectura instalada. Queda claro que la pandemia y el temor al contagio han
conseguido que se evite que una carta pueda ir de mano en mano y de comensal en
comensal como si fuese la falsa moneda, que, como cantaba
Estrellita Castro,
de mano
en mano va y ninguno se la queda. Eso también podría solucionarse de otra
manera, es decir, con el uso de una impresora. Llegaría el camarero, te
entregaría una holandesa de elegante papel
Guarro,
con perdón, con el detalle de platos impreso, y tras haber determinado qué
deseas comer, el camarero tiraría esa hoja a una papelera, como
sorprendentemente hacen los sevillanos con el usado papel de váter. Algo que no
había visto en ninguna parte
hasta que
llegué a Sevilla, hace ya muchos años. Y entonces (el día de san Pedro y san
Pablo de 1971), quedé sorprendido de ello, como no podía ser de otra manera; y,
también,
de que las consumiciones que
pedías en la barra del bar, pongamos por caso en el
Bar Arsenio de la calle san Eloy, te las apuntaran con tiza en el
mostrador hasta su abono a tocateja. Siento ser un analfabeto en cuestiones informáticas
y en otras muchas cosas. Comprendo que el saber no ocupa lugar pero los libros
ocupan mucho sitio en mi casa. Y yo confieso tener muchos más libros que
sabiduría.
Como escribe Burgos, “se han
puesto las cosas de forma que no puedes ir por la vida sin tener en casa fibra
óptica, ordenador, impresora, escáner y, ah, algo importantísimo: correo
electrónico. Te preguntan ya por el correo electrónico en todas partes como si
fuera tu DNI. Menos mal que en algunos restaurantes se apiadan de nosotros, los
objetores de QR, y ponen con tiza el menú en la pizarra de toda la vida”
. Es lo que hay.
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