Hoy leo en El Periódico de Aragón que ha cumplido 76 años una pescadería del zaragozano barrio del Arrabal, un negocio que en la actualidad maneja con esmero Primitivo Yagüe, a quien los clientes conocen como Primi, que se queja de la pérdida de tejido comercial tradicional y es consciente de que el consumo también ha evolucionado desde los años 50 del pasado siglo, cuando su abuela Serafina decidió comenzar con el negocio. Por aquellos años el pescado llegaba a las lonjas desde los puertos en camiones tapados con lonas, al igual que ocurría con los bloques de hielo. En Zaragoza hubo cinco fábricas de hielo: la del Mercado, la Licorera, la Zaragozana, la Gremial y la de los sucesores de Pilar Lana. Señala Primi en ese reportaje que “la vieja guardia sigue teniendo el sentimiento de que es un desperdicio tirar las tripas del pescado, en contraste con las nuevas generaciones”. Su abuela Serafina tampoco veía claro lo de desaprovechar las espinas para el caldo. No acabo de entender para qué podían utilizarse en la cocina las tripas de pescado por mucha hambre que hubiese en 1949, cuando Serafina fundó la pescadería, pese a que todavía estuviesen vigentes unas “cartillas de racionamiento”, que no desaparecieron hasta 1953 siendo ministro de Comercio Manuel Arburúa. En otro apartado de la entrevista que David Chic la hace a Primitivo Yagüe, éste cuenta que “el producto fresco era un lujo y ahí se consolidaron aquellos "peces de posguerra", como el chicharro o la perla, que como bien sabía la abuela Serafina aguantaban sin echarse a perder el paso de las horas. La falta de neveras en las casas hacía que la pescadería tuviera que estar abierta mañana y tarde vendiendo el género para la comida y la cena del día”. Para mí, el chicharro, también llamado jurel, es un pescado azul exquisito al que en Aragón, a mi entender, no se le ha dado la importancia que merece, por la misma razón que no acabo de comprender el entusiasmo que los bilbilitanos sienten por el congrio gallego, de cuerpo cilíndrico y escasas calorías. Personalmente no me agrada su sabor. El chicharro, en cambio, me entusiasma de dos maneras: asado al horno sin quitarle la cabeza (con unas rodajas de limón, un buen vinagre de Jerez, un poco de vino blanco seco y ajos troceados, acompañado de patatas panadera) y escabechado, cortado en rodajas de cuatro o cinco centímetros de grosor fritas en aceite de oliva, con cebolleta, dos dientes de ajos enteros, vino blanco seco, aceite, vinagre y hojas de laurel. Se puede tomar tanto frío como caliente tras dejarlo reposar unas horas. Hay otras recetas: con salsa bilbaína y ajo, perejil y vinagre; a la asturiana, con manzana y tocino; a la riojana, asado y acompañado de una guarnición elaborada con pimientos rojos, cebolla, ajo y perejil; a la navarra, con la inclusión de pimentón, pan rallado y pimiento rojo frito; al modo de cómo lo preparaba Ángel Muro, las hermanas Azcaray en “El Amparo”, etcétera. Como suele decirse,”cada maestrillo tiene su librillo”. El chicharro, antes conocido como “el besugo de los pobres” por ser barato, se solía comer en época de Cuaresma y en durante la siega en la meseta castellana. Pero, ¡cuidado!, también hubo hasta alguna sentencia popular desacertada: "Quien come chicharro y agua bebe, no preguntes de qué muere". Sería, si acaso, cuando alguien se atragantaba con una espina del tamaño del sable de Narváez. No sé, digo yo…
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